Un aguerrido soldado y una radiante doncella
Conversaban sentados en la hierba.
Con tierno gozo se miraban;
Alonso el Bravo se llamaba el caballero;
La doncella, la hermosa Imogina.
«¡Ay! –dice el joven–, mañana partiré
A luchar en lejanas tierras;
Pronto acabarán vuestros llantos por mi ausencia,
Otro os cortejará, y vos concederéis
A más rico pretendiente vuestra mano.»
«¡Oh, dejad esos recelos –dijo la hermosa Imogina–,
Que ofenden al amor y a mí!
Pues ya estéis vivo o muerto,
Os juro por la Virgen que nadie en vuestro lugar
Será esposo de Imogina.
«¡Si alguna vez, movida por el placer o la riqueza,
Olvidase a mi Alonso el Bravo,
Quiera Dios que para castigar mi orgullo,
Vuestro espectro en mis nupcias se presente
Y me acuse de perjurio, me reclame como esposa,
Y me arrastre con él a su tumba!»
A Palestina marchó el héroe esforzado;
Su amor lloró la doncella amargamente;
Pero apenas transcurridos doce meses,
Se vio a un barón cubierto de oro y joyas
Llegar a la puerta de la hermosa Imogina.
Su tesoro, sus regalos, su dilatado dominio
No tardaron en hacerla quebrar sus votos;
Le deslumbró los ojos, le ofuscó el cerebro;
Y conquistó su ligero y vano afecto,
Y la llevó a su casa como esposa.
Bendecido el matrimonio por la iglesia,
Ahora empezaba el festín.
Las mesas gemían con el peso de los manjares,
Aún no había cesado la diversión y la risa,
Cuando la campana del castillo dio la una.
Entonces vio la hermosa Imogina con asombro
A un extraño junto a ella;
Su gesto era terrible; no hizo ruido,
Ni habló, ni se movió, ni se volvió en torno suyo,
Sino que miró gravemente a la esposa.
Tenía la visera bajada, y era gigantesco;
Y su armadura parecía negra;
Toda risa y placer se acalló con su presencia,
Los perros retrocedieron al verle;
¡Las luces se volvieron azules!
Su presencia pareció paralizar todos los pechos.
Los invitados enmudecieron de terror.
Por último habló la esposa, temblando:
«¡Señor caballero, quitaos ya vuestro yelmo,
Y dignaos compartir nuestra alegría!».
La dama guarda silencio; el extraño obedece,
Y levanta lentamente su visera.
¡Oh, Dios! ¡Qué visión presenció la hermosa Imogina!
¡Cómo expresar su estupor y desmayo,
Al descubrir el cráneo de un esqueleto!
Todos los presentes gritaron aterrados.
Todos huyeron despavoridos. Los gusanos entraban y salían,
Y se agitaban en las cuencas y las sienes,
Mientras esto decía el espectro a Imogina:
«¡Mírame, perjura! ¡Mírame! –exclamó–,
¡Recuerda a Alonso el Bravo!
Dios permite castigar tu falsedad,
Mi espectro viene a ti en tu boda,
Te acusa de perjurio, te reclama como esposa,
¡Y va a llevarte a la sepultura!».
Dicho esto, rodeó a la dama con sus brazos,
Que profirió un grito al desmayarse,
Y se hundió con su presa en el suelo abierto.
Nunca volvieron a ver a la hermosa Imogina,
Ni al espectro que por ella vino.
No vivió mucho el barón, que desde entonces
No quiso habitar más el castillo.
Pues cuentan las crónicas que, por orden sublime,
Imogina sufre el dolor de su crimen
Y lamenta su destino deplorable.
A medianoche, cuatro veces al año, su espectro,
Cuando duermen los mortales,
Ataviada con su blanco vestido de esposa
Aparece en el castillo con el caballero–esqueleto
Y grita mientras él la acosa.
Mientras, bebiendo en los cráneos sacados de las tumbas,
Se ven danzar espectros en torno a ellos.
Sangre es su bebida, y este horrible canto entonan:
«¡A la salud de Alonso el Bravo,
Y su esposa la falsa Imogina!».
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