miércoles, 31 de agosto de 2011

AL ESPÍRITU DE LA PRIMAVERA, DE DYLAN THOMAS.


Y dije al llegar la primavera,
No continúes oculto en los coloreados árboles,
Dulcemente sacude tu cabeza
Con la espuma de floreados mares.

Y tú te alzaste de las profundidades de la hierba
Que susurraba con el viento y lloraba,
Diciendo que deberías dejar pasar los gélidos mares,
Buscando tus pétalos que todavía dormían.

Y yo olvidé la espuma inmóvil y la arena,
Indolente con el brillo de las horas
Entre los árboles mudos. Y, mano sobre mano,
Extrañamente, entre las flores cantamos.

martes, 30 de agosto de 2011

LAS PROMESAS DE UN ROSTRO, DE CHARLES BAUDELAIRE.




(A mademoiselle A...)

Yo amo, ¡oh, pálida beldad!, tus pestañas entornadas,
De las que parecen derramarse las tinieblas;
Tus ojos, bien que renegridos, me inspiran ideas
Que no son del todo fúnebres.

Tus ojos, que concuerdan con tus negros cabellos,
Con tu melena elástica,
Tus ojos, lánguidamente, me dicen: "Si tú quieres,
Amante de la musa plástica,

Seguir la esperanza que en ti hemos excitado,
Y todos los gustos que tú profesas,
Podrás comprobar nuestra veracidad
Desde el ombligo hasta las nalgas;

Encontrarás en la punta de ambos senos bien abundantes,
Dos grandes medallones de bronce,
Y bajo un vientre terso, suave como de terciopelo,
Bistre como en la piel de un bonzo,

Un abundante vellón que, verdaderamente, es hermano
De esta enorme cabellera,
Suave y rizada, y que te iguala en espesor,
Noche sin estrellas, ¡Noche oscura!"

domingo, 28 de agosto de 2011

UNA NUEVA VIDA. 16ª Parte: Una Boda Perfecta.




Los alumnos disfrutaban con sus estudios, siempre he pensado que si disfrutas con la lección aprenderás mucho mejor, y lo mejor es que todos estaban felices, tanto los alumnos como los profesores. Habíamos elegido muy bien a este grupo de profesores, disfrutaban mucho de su trabajo, y los alumnos parecían estar muy contentos con el profesorado, y eso era muy buena cosa, para el rendimiento de los estudiantes.
No solo era estudiar, también había tiempo para disfrutar, para pasear por los jardines, para sus juegos infantiles, para ir a merendar al río, montar a caballo,... Algunos alumnos, sobretodo los que vivían relativamente cerca, en los pueblos vecinos, solían volver a sus casas los fines de semana. Pero los que vivían mucho más lejos, se quedaban en el Colegio, y siempre era bueno para ellos, el realizar actividades al aire libre, para relajarse y conectar un poco de tanto estudio, y los profesores, eran de mucha ayuda, a ellos también le gustaban estas actividades.
Ya era toda una tradición que en los fines de semana, celebráramos una gran merienda en los jardines, y era habitual que algunos padres visitasen a sus hijos durante los fines de semana, quedándose estos algunas veces a dormir en los dormitorios del Colegio durante sus visitas. De esta manera los padres podían comprobar que sus hijos estaban muy bien en el Colegio.
También era una costumbre que de vez en cuando, más o menos cada dos o tres meses, solíamos tener jornadas de puertas abiertas, en las que los propios alumnos solían hacer algún concierto, o interpretar obras teatrales. Todo el mundo podía asistir a estos acontecimientos, sin importar la edad, el género, o su estatus social. Y cada vez era más numeroso el número de nuestros visitantes, en las jornadas de puertas abiertas.
Yo me sentía muy feliz, al contemplar los rostros felices de todo el mundo. Si la gente a mi alrededor se sentía feliz, yo también era feliz. También podía contemplar como cada vez Juan y María estaban más unidos y más felices, y como Carlos y Annabella se hacían cada vez más amigos, amigos inseparables. Al contemplarlos tan unidos no podía evitar recordar los momentos felices que había vivido con Ella cuando eramos unos críos, no podía evitar sonreír al recordar estos hechos de nuestro pasado, un pasado tan feliz. La Madre de Ella solía visitarme muy a menudo, y yo también solía devolverle estas visitas, y entre ambos pasábamos agradables veladas recordando el pasado, sobre todo recordábamos los momentos felices de cuando Ella aun vivía, pero siempre con alegría.
Cierta tarde, después de las clases, cuando estaba en la sala de casa tocando mi piano, Juan vino a verme.
Juan llamó a la puerta de la sala y abriéndola me preguntó:
- ¿Puedo pasar, Señor?
- ¡Pues claro que sí, amigo mio! Pasad y sentáos.- le pedí.
Yo dejé el asiento del piano, me encaminé hacia una pequeña mesa donde había una botella de licor y llené dos copas, después dirigí mis pasos hacia los sillones que estaban situados en frente de la chimenea, que estaba encendida, caldeando toda la sala, pero no demasiado, pues sus llamas eran más bien algo pequeñas. Le entregué una de las copas a Juan y tomé asiento, Juan hizo lo propio en el sillón que estaba enfrente de mí.
- ¡Muchas gracias, Señor!- me agradeció Juan por la copa.
- ¡De nada, Juan!, ¿como va la administración de la Hacienda?- le pregunté.
- Todo va estupendamente, aunque no sé si lo estoy haciendo tan bien como lo hacíais vos.- me respondió.
- ¡¿Pero que estáis diciendo?!, lo estáis haciendo muy bien.- le dije.
- Gracias por vuestra confianza, os lo agradezco mucho.- me dijo Juan.- ¿Y que tal os va a vos en el Colegio y el Conservatorio?
- Tengo que admitir que en ocasiones es algo agotador, pero me encanta, me siento muy feliz dando clases de música.- le respondí.
- ¡Me alegro mucho por vos!- me dijo Juan.- Pero quisiera pediros consejo sobre cierto asunto.
- ¡Hablad! Os ayudaré en lo que me sea posible.- le concedí.
- Bueno..., creo que..., creo que ya es hora...- comenzó a hablar Juan mirando su copa, que apretaba entres sus manos.
- Tranquilizaos Juan.- le pedí.- hablad claro y sin rodeos, ¡por Dios!
- ¡Quiero pedirle a María que se case conmigo!- me gritó directamente mirándome a los ojos.
- Jajajajaja..., ya era hora.- le dije mientras estrechaba su mano y le sonreía gratamente.
- Pero temo que María me rechace.- dijo Juan algo apenado.
- ¿Por qué creéis eso?- le pregunté algo extrañado por su comentario.
- Lo pasamos muy bien juntos, siempre parece muy feliz cuando estamos juntos.- dijo Juan.- Pero a veces le noto que algo le preocupa.
- Os he observado muchas veces, y puedo decir sin miedo a equivocarme que María os ama, sus ojos cuando os mira no mienten.- le dije a Juan.- si crees que algo le preocupa, es mejor que hables con ella, estoy convencido que os aceptará.
- ¿Creeis eso?, ¿Pensáis que me aceptará?- me preguntó.
- Sí, lo creo.- le confirmé.- Pero la mejor manera de salir de dudas, es preguntárselo directamente a María.
- Cuanta razón tenéis, Señor. Lo mejor es pedirle a María que se case conmigo.- dijo Juan.- y esperar su respuesta.
- Una vez que María responda actuaréis en consecuencia.- le comenté.- Mientras tanto no os calentéis la cabeza, con lo que María os pueda responder.
- Gracias, Señor.- me agradeció.- me ha ayudado mucho hablar con vos. Creo que esta misma noche le pediré a María que se case conmigo.
- No sé si mis consejos os sirvan para algo, pero creo que es lo que haría yo en vuestra situación.- le dije a Juan.- Os deseo toda la suerte del mundo, verás como María os dice que sí.
- Os vuelvo a dar las gracias.- repitió Juan.
Después Juan se levantó de su asiento, y dejando su copa en la mesa se dirigió hacia la puerta, y antes de salir de la sala me informó:
- La cena estará servida en unos minutos.
- Tened fe, amigo mio. Sé que María os ama.- le dije.
Juan me miró sonriente y tras asentir con la cabeza, se marchó de la sala cerrando la puerta. No entiendo que Juan dudara ahora, sé que María tuvo una mala experiencia con un hombre hace tiempo, pero también sé que ellos dos se aman mucho, y que serán muy felices juntos.
Durante la cena, se veía a Juan muy nervioso, se mantuvo en silencio durante toda la cena. Tanto Carlos, como María y yo, estuvimos charlando de lo sucedido durante el día en el Colegio y en el Conservatorio de música, pero Juan guardaba silencio y apenas apartaba la vista de sus platos. Se notaba a María algo extrañada por la actitud de Juan, pero ella tampoco le comentó nada a Juan, María lo observaba mucho pero este seguía con la vista baja, clavada en la mesa. Después de la cena Juan le pidió a María dar un paseo por los jardines y ésta aceptó, estaba claro que le iba a pedir en matrimonio durante el paseo.
Carlos se retiró a su habitación y yo me salí a la terraza a tomar el fresco, era una noche algo fría de otoño, el cielo estaba totalmente despejado y se veía con claridad las estrellas y la luna que estaba en cuarto creciente. Sentado en una silla de la terraza pude contemplar como Juan y María daban su paseo.
- ¡Pero bueno!, ¿que hacéis aquí sentado?- me dijo Ella, apareciendo de pronto.
- ¡Buenas noches, cariño! Tan solo tomaba el aire antes de irme a la cama, y contemplaba el cielo esta noche.- le respondí.
- Dejáos de tonterías, y levantáos.- me ordenó tirando de mi mano y poniéndome en pie.
- ¿Pero a donde pretendéis llevarme?- le pregunté a Ella, mientras tiraba de mi mano y yo la seguía.
- ¡Pues a ver a los tortolitos!- me contestó.- ¿donde pensabais?
- ¡Un momento!, creo que es mejor que estén a solas.- le dije a la vez que me detenía, y hacía que Ella también parara sus pasos.
- ¿De verás, no os gustaría saber lo que está pasando, con esos dos?- preguntó Ella con su sonrisa picara dibujada en sus labios.
- Prefiero que ellos me cuenten mañana lo ocurrido.- le contesté.
- ¡Vamos!- gritó sin alzar mucho la voz, y volviendo a tirar de mí.
- ¡Sois una cotilla!- le dije con una sonrisa.
- No, tan solo muy curiosa.- exclamó Ella, devolviéndome la sonrisa.
- Pero que mala sois.- le dije poniendo los ojos en blanco.
Ella me sacó la lengua, para burlarse de mí y siguió tirando de mi mano para que la acompañara a espiar a Juan y a María.
- Ahora guardad silencio.- me pidió Ella.
- Esta bien, cotilla, como quieras.- le dije sonriéndole.
Ella me dió un ligero golpe con su puño en mi hombro, mientras me seguía mostrando su picara sonrisa. Juan y María se habían sentado en un banco del jardín, dando la espalda a un gran seto. Ella y yo nos fuimos acercando a ellos ocultándonos detrás del seto, el césped del jardín amortiguaba el sonido de mis pasos, Ella no lo necesitaba ya que caminaba en absoluto silencio. Cuando llegamos justo a espaldas de ellos dos Ella se volvió hacia mí y colocando su dedo índice en sus labios me pidió que no hiciese ningún ruido, para poder escucharlos mejor.
- Sí, es cierto, realmente esta precioso el cielo esta noche.- le decía Juan a María.
- ¿Qué es lo que os pasa?, habéis estado muy callado durante toda la cena.- le dijo María.
- Es que estaba pensando.- le respondió Juan.
- ¿Y se puede saber, en que estabais pensando?- preguntó María.
- Bueno yo,,,, es que yo,,, no sé como,,,.- comenzó a balbucear Juan.
- ¡Hablad de una vez! Me estáis poniendo nerviosa.- le dijo María.
- Es que yo,,, yo quiero,,,.- Juan continuaba muy nervioso.
- ¡Por Dios! Que me tenéis atacada de los nervios. decid lo que tengáis que decir de una vez.- María comenzaba a estar muy nerviosa.
- ¡Si me seguís interrumpiendo, no podré pediros que os caséis conmigo!- le gritó Juan a María.
Ella que escuchaba junto a mí detrás del seto, se tapó la boca con su mano, conteniendo la emoción, y me miró sonriente, yo le devolví la sonrisa, ambos estábamos muy emocionados y muy contentos, pero seguimos escuchando la conversación sin hacer ningún ruido, para no ser descubiertos por Juan y María.
María al oír las palabras de Juan se puso en pie, y Juan hizo lo propio, se colocó delante de María, se sacó una pequeña caja de terciopelo rojo del bolsillo de su casaca. Acto seguido clavó su rodilla izquierda en el suelo, quedando postrado a los pies de María, abriendo la pequeña caja dejó ver un precioso anillo de oro con una gran perla blanca, y mirando a María a los ojos le pidió:
- ¿Me concederíais el honor y la dicha de convertiros en mi esposa?
María comenzó a llorar y se tapó el rostro con sus manos, al cabo de unos cuantos segundos María se giró dándole la espalda a Juan.
- No puedo casarme con vos.- le dijo María mientras lloraba.
- ¿Acaso no me amáis?- le preguntó Juan poniéndose en pie y colocando su mano sobre el hombro de María intentando consolarla.
- Os amo, y mucho.- le contestó.
- Pues si vos me amáis, y yo os amo... decidme, ¿cual es el problema?- preguntó Juan angustiado.
- No soy digna de casarme con vos.- respondió María.
Tanto Ella como yo nos quedamos de piedra al oír esto, esa alegría que teníamos hace unos minutos se había desvanecido, se veía a María y a Juan muy angustiados, y esa angustia la estábamos padeciendo también Ella y yo, pero aun así seguimos escuchando en completo silencio.
- ¿Como podéis decir eso? Sois la mujer más digna y maravillosa que he conocido nunca.- le dijo Juan.
- Hace tiempo, antes de llegar a estas tierras, conocí a un hombre del que me enamoré.- narró María.- me prometió casarse conmigo, pero resultó que estaba casado. Cuando descubrí su engaño, yo ya era una mujer deshonrada. Él me había robado la honra.
- No digáis esas cosas.- le dijo Juan mientras giró a María y la abrazó.- Él es el deshonrado, un hombre que se porta de esa manera no tiene honor, vos solo fuisteis engañada.
- Pero, no soy una mujer pura.- le increpó María.
- Pura decís, tenéis el alma más pura que mis ojos hallan visto nunca. Y eso es lo que me importa.- le dijo Juan.
- Pero,,, pero,,,- comenzó a decir María.
Pero Juan le puso el dedo índice de su mano derecha en la boca haciéndola callar. Volvió a clavar la rodilla en el suelo y mirándola a los ojos, volviendo a mostrarle el anillo, le preguntó:
- ¿Queréis hacerme el hombre más feliz del mundo?, ¿queréis casaros conmigo?
- ¿Estáis seguro de lo que me estáis pidiendo?- le preguntó María.
- Estoy completamente seguro de lo que os estoy pidiendo, ¿debo repetir la pregunta?- preguntó Juan aun de rodillas con su mirada clavada el los ojos vidriosos de María.
- Sí, acepto, seré vuestra esposa. Me casaré con vos.- contestó María llorando, pero esta vez sus lágrimas eran lágrimas de alegría.
Juan estando aun de rodillas le puso el anillo en su dedo anular, con una gran sonrisa en su rostro se puso en pie y levantando a María por los aires, la besó apasionadamente, María le devolvió ese beso, mientras giraban sobre sí mismos. Después de unas cuantas vueltas y estando a punto de caer al suelo Juan volvió a poner a María suavemente sobre el suelo.
- Os amo, os amo más que a nada en este mundo.- le confesó Juan a María.
- Yo también os amo con toda la fuerza de mi corazón.- le respondió María.
Juan y María sin dejar de abrazarse se retiraron caminando en dirección hacia la casa, mientras María apoyaba su cabeza sobre el hombro de Juan, caminaban lentamente, lo cierto es que era una bella portal. Ella y yo continuábamos en silencio viendo como se retiraban.
- Habéis visto como ha valido la pena, venir a escucharles.- me dijo Ella con una gran sonrisa en su cara, y con los ojos húmedos por la emoción.
- Sigo pensando que hemos actuado muy mal.- le reproché.
- No seáis aguafiestas.- me increpó Ella sentándose en el césped, y mirando el cielo.- Ha sido muy emotivo.
- Si que lo ha sido.- le dije a la vez que me sentaba a su lado.
- Por un momento pensé que todo iba a salir mal.- dijo Ella.
- No, Juan es una persona muy noble, y esas cosas no le importan.- le dije.- Él ama a María por encima de todo.
- Y María también ama profundamente a Juan.- apuntó Ella dando un suspiro y dejándose caer de espaldas sobre el césped.
- Se merecen ser felices juntos.- le dije mientras yo también me tumbaba mirando las estrellas.
- Si que se lo merecen, ambos son muy buenas personas.- dijo Ella con la mirada clavada en las estrellas.- Lo cierto es que me dan algo de envidia.
- ¡¿Envidia?!, ¿Por qué?- pregunté mirándola muy sorprendido.
- No me malinterpretéis.- me pidió.- es una envidia sana, como me gustaría que nosotros dos pudiéramos estar igual que ellos dos.
- A mí no me importa, yo soy muy feliz así.- le dije y le dí un beso en los labios.- ¿acaso no sois feliz?
- Sí que lo soy, pero quisiera daros mucho más.- respondió Ella besándome con pasión.
- Yo os amo, y sé que vos me amáis a mi, con eso me siento muy dichoso.- le dije mirándola a los ojos.
Ella me volvió a besar y me abrazó apoyando su cabeza en mi pecho, en esa posición permanecimos durante unos cuantos minutos, en silencio.
- Como me encanta escuchar los latidos de vuestro corazón.- me confesó Ella.
- Mi corazón sigue latiendo por vos.- le dije, volviéndole a besar.
- Aunque me encanta estar en vuestros brazos, creo que es hora de retirarse.- apuntó Ella.
- ¿Ya queréis marcharos?- pregunté.
- No, tonto, no es eso.- respondió Ella muy sonriente.- ya esta refrescando demasiado, y me preocupo por vuestra salud.
- Esta bien, Mama, me iré a la cama si vos me arropáis.- bromeé.
- Muy bien, Hijito, os arroparé y os daré un beso de buenas noches.- siguió Ella con la broma.
Nos pusimos en pie y nos dirigimos a la casa para refugiarnos del frío, después me fui a la cama y como Ella había dicho anteriormente, me arropó, me dió un beso de buenas noches y se tumbo a mi lado. Me sentía muy contento por los acontecimientos ocurridos con Juan y María, pero también estaba muy contento al tener a Ella a mi lado. Poco a poco el cansancio me fue venciendo y los ojos se me fueron cerrando, mientras contemplaba su silueta, hasta que al final me quedé dormido.
A la mañana siguiente me desperté muy descansado y lleno de energía, además de que estaba muy contento por todo lo ocurrido. Mientras estábamos desayunando, María y Juan me pidieron hablar conmigo en privado, después de desayunar.
Antes de salir para el Colegio nos reunimos en una sala Juan, María y yo, para hablar a solas sin que nadie nos interrumpiera, creía saber que era lo que querían hablar conmigo, seguro que era referente a lo sucedido en la noche anterior.
- Bien, ¿qué es lo que tenéis que decirme?- les pregunté a ambos.
- Juan me ha pedido en matrimonio.- me informó María mostrándome el anillo que Juan le entregó.
- Y María ha aceptado ser mi esposa.- añadió Juan.
- Es un anillo precioso. No sabéis lo que me alegra esta noticia.- les dije con una sonrisa picaresca, mientras observaba el anillo que María me estaba enseñando.
- Viendo vuestra sonrisa diría que ya sabíais algo de esto.- señaló María.
- Es que ayer le pedí consejo sobre este asunto.- explicó Juan.
- ¿Así que ya sabíais que Juan me iba a pedir que me casara con él?- señaló María.
- Sí, estaba al tanto de ello.- le dije.- pero tengo que confesaros algo que hice que no estuvo nada bien, y os pido disculpas por ello.
- ¡Señor!, ¿Por qué debemos disculparos?, ¿Qué es lo que habéis hecho?- preguntó Juan algo extrañado.
- Lo que ocurrió, es que anoche, mientras estabais en el jardín, bueno yo estaba cerca.- les dije a ambos.- Y acabé escuchando vuestra conversación. ¡Siento haberlo hecho, perdonadme!
- Jajajajaja....- rió María.- Disculpas aceptadas, mira que sois un poco cotilla, jajajaja...
- No tenemos que perdonaros nada.- me dijo Juan.- De todos modos os íbamos a contar todo lo ocurrido.
- Muchas gracias amigos.- les agradecí.- Me alegro mucho por vosotros dos, os merecéis ser muy felices.
- Gracias Señor. Sé que seremos muy felices.- me agradeció Juan.- Pero quisiéramos pediros algo, bueno más bien es María quien os quiere pedir un gran favor.
- Dime María, ¿en que puedo ayudaros?- le pregunté.- Pedidme lo que queráis.
- Quisiera pediros que seáis vos, mi padrino de boda.- me pidió María muy emocionada.
- Es algo extraña esta petición.- apunté.- No sería mejor que fuese vuestro Padre quien fuese vuestro padrino.
- Lo que sucede, es que, desde que tuve aquella aventura con ese hombre casado, mi padre está muy enfadado conmigo y no quiere volver a verme.- nos contó María algo entristecida.- Es un hombre muy orgulloso y hemos perdido el contacto desde entonces. Y siento que si se lo pido lo rechazará.
- No os preocupéis por ello.- le dije a María.- Será un gran honor y todo un privilegio llevaros al altar.
- Sabía que podía contar con vos.- me dijo María dándome un abrazo.- Siempre os habéis portado muy bien conmigo, para mí sois como un hermano mayor.
- Esta bien hermanita.- bromeé.- yo seré vuestro padrino en la boda.
- Muchas gracias hermano mayor.- me agradeció María con una gran sonrisa.- Sois el mejor hermano del mundo, jajajaja...
- ¿Habéis pensado en la fecha de la boda?- les pregunté.
- Creemos que lo mejor será, que nos casemos cuando acaben las clases, en las vacaciones de verano.- me comentó María.
- Me parece muy buena fecha.- le dije.- Ni muy pronto, ni muy tarde, y será la época más tranquila.
- ¿De verás pensáis que será una época tranquila?- preguntó María.
- Al no haber clases, centraremos nuestras energías en vuestra boda.- les dije.
- Aun tenemos que hablar con el párroco.- comentó Juan.- Y nos gustaría casarnos en la capilla de la Hacienda.
- Por supuesto, nada me gustaría más.- les dije muy contento.
- Será mejor que nos vayamos al colegio, de lo contrario llegaremos tarde.- señaló María.
- Tenéis razón.- le comenté.- Hemos de marcharnos. Pero os repito que me siento muy feliz por vuestro compromiso.
- Gracias Señor, nos veremos en el almuerzo.- se despidió Juan.
Después de llamar a Carlos, salimos para el colegio María, Carlos y yo. Durante el corto trayecto pude observar a María, su rostro reflejaba mucha felicidad, y sus ojos tenían un brillo muy especial, estaba muy feliz.
Mientras estábamos almorzando le dijimos a Carlos la gran noticia y como era obvio a Carlos le dió mucha alegría por este hecho. Con el tiempo se corrió la voz entre nuestros amigos y todos estaban muy contentos por la boda de María y Juan, ambos eran unas personas muy queridas en toda la Villa.
Una idea comenzó a rondarme por la cabeza, pensaba que en ese día tan especial para María, su familia debería estar con ella. Creo que debería escribir al padre de María y contarle lo ocurrido, en mi opinión creo que un padre siempre perdona a sus hijos, y deberían darse la oportunidad a padre e hija para solucionar sus problemas. Estaba escribiendo la carta en mi despacho, una noche, cuando recibí la visita de mi Dama Guardiana.
- ¡Buenas noches, Amor mio!- me saludó Ella.
- ¡Buenas noches, Mi Vida!- le devolví el saludo con una sonrisa.
- ¿Qué estáis escribiendo?- me preguntó Ella con su habitual curiosidad.
- Le escribo una carta al padre de María.- le respondí.- Le estoy informando de la futura boda de su hija.
- Pensaba que María y su padre se habían distanciado mucho.- señaló Ella.
- Así es, pero tengo el propósito de que hagan las paces.- le remarqué.
- Es una buena idea, y muy noble por vuestra parte intentarlo.- me dijo Ella.
- Pienso que a todo padre le gustaría estar en la boda de su hija.- le apunté.- Tengo fe en que el padre de María quiera estar en un día tan señalado acompañando a su hija.
- Creo que tenéis toda la razón del mundo.- me dijo Ella.- No creo que se niegue a estar con su hija ese día.
- Eso espero, por eso estoy escribiendo esta carta dirigida al padre de María.- le dije.
- Ojalá todo salga como pensáis.- deseó Ella.- María se lo merece.
- Por eso lo hago.- le respondí.- Seguro que María se sentirá aun más feliz si el día de su boda su familia pudiera estar con ella.
- Sois un gran amigo, seguro que María os estará muy agradecido.- me dijo dandome un beso.
- Habrá que esperar a que el padre de María responda a mi carta.- le dije.- Mantendré todo esto en secreto por si no sale como lo tengo planeado.
- Saldrá todo bien.- me dijo volviéndome a besar.- Ya es hora de que María vuelva a ver a su familia.
- Gracias por vuestro apoyo.- le agradecí, ahora era yo quien la besaba a Ella.
El tiempo pasó y el curso acabó, se celebró una gran fiesta para celebrar el fin del curso, y los alumnos de música hicieron un concierto especial en honor de María, para felicitarla por su boda, lo alumnos del Colegio también felicitaron a María cantándole algunas canciones. Los alumnos que vivían fuera, volvieron a sus casas, con sus familias, pero en unos meses volverían para el nuevo curso.
El día de la boda se acercaba y los nervios eran constantes en la casa, cada vez era más palpable ese nerviosismo a medida que faltaban menos días para el enlace. Todos los habitantes de la casa estaban ocupados con los preparativos de la boda, todos andaban de un lugar para otro, todos andaban como locos, y entre ellos me incluyo yo mismo, pero los que estaban más con los nervios a flor de piel, eran sin lugar a dudas María y Juan, que para eso eran los novios.
La modista visitaba a diario a María para preparar el vestido de novia, todo lo referente al vestido María lo mantenía muy en secreto, no quería que ni Juan, ni yo viésemos el vestido hasta el gran día. El sastre también visitaba la casa frecuentemente, pues estaba haciendo el traje del novio y el del padrino también, incluso el traje de Carlos.
El día anterior a la boda fue el más loco de todos, todo tenía que estar preparado y perfecto para el día siguiente, no podíamos permitirnos ni el más mínimo fallo ni descuido. Juan y María corrían de un lado para otro como si estuviesen poseídos, controlaban que los adornos florales fueran lo más bellos bonitos. Cuidaban que la carpa, colocada en el jardín donde se iba a celebrar el festín, estuviese bien colocada y bien sujeta por si se levantaba viento. Examinaban los alimentos y bebidas que se iban a servir a los invitados del enlace... ¡Todo! Lo controlaban absolutamente todo, no dejaban nada sin mirar ni controlar. Y para la última hora de la tarde recibimos la última visita de la modista para dejar el vestido de la novia listo para el día siguiente.
Y por fin había llegado el gran día, el día de la boda. Incluso en este día había cosas que hacer, desde primera hora de la mañana los cocineros andaban atareados cocinando para los comensales de la boda, los criados cuidaban de que todo estuviese preparado y limpio como los chorros del oro. Debía estar todo perfecto para el gran evento.
La hora fijada para tal hecho eran las cinco de la tarde, durante todo el día ni Juan ni María se dejaron ver por la casa, no salieron de sus alcobas en toda la mañana, incluso ambos desayunaron en sus habitaciones, debían estar preparándose para su enlace.
Un par de horas antes de la boda Carlos y yo subimos a nuestras habitaciones para arreglarnos y vestirnos para el enlace, Carlos andaba como loco de la alegría y a la vez estaba muy nervioso, pues jugaba un papel importante en la boda. Yo fui el primero en bajar ya vestido, poco después bajó Carlos ya listo y preparado. El siguiente en hacer su aparición fue Juan totalmente engalanado.
- ¡Buenas tardes, Juan!, ¿que tal estáis?- le pregunté.
- ¡Buenas tardes! Tengo los nervios a flor de piel.- me respondió.
- Tranquilizaos, todo será perfecto.- le dije intentando tranquilizarlo.
- Eso espero, ¿aún no ha salido María?- preguntó.
- Aun no ha bajado.- le contesté.- Estoy esperándola para acompañarla.
- Por supuesto, mejor yo salgo para la capilla.- señaló Juan.- Da mala suerte que el novio vea vestida a la novia antes de la boda.
- Sí, además será mejor que el novio espere a la novia en el altar y no al revés.- apunté con una sonrisa.
- Tenéis razón, yo os espero en la capilla.- me dijo.- ¿Carlos, os venís conmigo?
Carlos se me quedó mirando y yo asentí con la cabeza, Juan estaba demasiado nervioso y creí oportuno que Carlos le acompañara.
- Esta bien, Juan.- respondió Carlos.- Voy con vos.
- En cuanto baje la novia salimos para allá.- les dije.
- Padre, no os retraséis con la novia.- dijo Carlos antes de salir con Juan.
Un par de minutos después de la salida de Juan y de Carlos, María bajaba las escaleras acompañada por sus damas de honor, Encarna (profesora de literatura) y Soledad (profesora de violín), dos profesoras con las que María había hecho muy buenas amistades. María vestía un precioso vestido blanco con una cola de unos tres metros, el pelo recogido en un moño con una bellísima diadema de plata con zafiros y rubíes, y en sus manos portaba un precioso ramo de novia, elaborado con rosas blancas. Las damas de honor vestían ambas con un precioso vestido de color rosa, caminaban detrás de la novia portando la cola de su vestido.
- ¡Lucis preciosa, sois una novia muy hermosa!- le dije.
- Muchas gracias caballero, vos también estáis muy elegante.- señaló.
- Muchas gracias.- le agradecí.- Las damas de honor también están muy bellas hoy.
- Gracias Señor.- me agradeció Soledad.
- Sois muy amable.- dijo Encarna.
- ¿Como se siente la novia?- pregunté.
- A punto de salir corriendo.- señaló.- Lo cierto es que estoy aterrada.
- No tengáis miedo, debería ser el día más feliz de vuestra vida.- le dije.
- Si soy feliz, pero a la vez estoy muy nerviosa.- dijo María.
- Bien, ¿nos vamos?- le pregunté ofreciéndole mi brazo.
- Adelante, vayamos.- me respondió tomando mi brazo.
Salimos caminando de la casa para ir a la capilla que estaba al otro lado del jardín, María caminaba lentamente y sujetaba con mucha fuerza mi brazo, mientras respiraba hondo a cada paso. Al llegar a la capilla los invitados esperaban dentro, pero cuatro personas esperaban en la puerta. Una Dama y tres Caballeros permanecían en pie a la entrada de la capilla, Cuando María los vio corrió hacia estas personas, sorprendiéndome a mí y a las damas de honor que aguantaban la cola del vestido.
- ¡Madre, Padre, Hermanos!- gritó María llorando de alegría y abrazándose a ellos.
Estas cuatro personas rodearon a María y le devolvieron sus abrazos, yo me acerqué a ellos y las damas de honor hicieron lo mismo.
- Perdónadme, hija mía.- se disculpaba el caballero de mayor edad.- Perdona por no ser un buen Padre.
- No hay nada que perdonar, Padre.- dijo María.- Me alegra tanto que estéis aquí.
- Pero que hermosa esta mi niña.- señaló la Dama.
- Gracias Madre.- le agradeció la María.- ¿Pero que hacéis aquí?
- Creo que eso es culpa mía.- le respondí a María.- Escribí a vuestro Padre contándole lo de vuestra boda, creí oportuno que debería saberlo, y hace unos días me llegó una carta informándome que venían a vuestra boda, y creí que sería una buena sorpresa para vos.
- Ha sido una estupenda sorpresa.- dijo María separándose de su familia y dándome un abrazo.- Gracias, muchas gracias.
- De nada María, sabía que esto te alegraría mucho.- le dije a María.
- Perdón, que no os he presentado.- dijo María.- Él es mi Padre, José; ella es mi Madre, María del Carmen; y ellos son mis hermanos mayores, José Antonio que es el mayor, y el menor se llama Sergio.
- Es todo un placer conocerles.- les saludé.- Me alegro mucho que estén aquí, en este día tan especial para María.
- Muchas gracias por cuidar de mi hermanita.- Agradeció Sergio.
- Mucho gusto.- me saludó José Antonio.
- Os estoy muy agradecido por todo lo que habéis hecho por mi hija, siempre os estaré agradecida por ello.- me agradeció María del Carmen.
- No tenéis que agradecerme nada.- le dije a la Madre de María.- María es una persona muy querida en esta casa y es un honor contar con su amistad.
- Yo si que debo daros las gracias.- señaló José.- Yo me equivoqué con mi hija, y soy muy cabezota para pedir perdón, y gracias a vos tengo la oportunidad de pedirle perdón.
- No ha sido nada, solo quería ver a María feliz con su familia en este día.- le dije al Padre de María.
- ¿Podrás perdonar a vuestro Padre?- le pidió José a su hija.- Me he portado como un cabezota.
- Todo está olvidado, Padre.- respondió María.- me alegra tanto ver a mi familia aquí, en este día, un día doblemente feliz.
- Puesto que ya estáis aquí, creo que os corresponde a vos conducir a vuestra hija al altar.- le dije al Padre de María.
- Creo que vos os habéis ganado ese honor, vos os habéis comportado con mi hija mejor de lo que lo he hecho yo.- dijo José.
- Pero vos sois su padre, deberíais ser vos el padrino.- le dije.
- Insisto, yo no soy digno de ello.- dijo José muy convencido.- ¿Quien mejor que vos para este menester?
- Es todo un honor llevar a vuestra hija al altar.- acepté ante tanta insistencia.
- Vos nos habéis honrado con vuestro comportamiento.- señaló María del Carmen.
Así entré en la capilla con María del brazo, seguido de las damas de honor, y por la familia de María. Nos acercábamos al altar al compás de la marcha nupcial, mientras los invitados comentaban lo hermosa y bella que estaba la novia, y se preguntaban quien eran las cuatro personas que nos seguían.

En el altar nos esperaban Juan y la Madrina que era la Madre de Ella, ya que la madre de Juan murió hace muchos años, y Juan le pidió a La Madre de Ella que fuese su madrina y esta aceptó. También estaban esperando en el altar Carlos y Annabella que eran los encargados de llevar las arras y las alianzas. Al llegar al altar el párroco comenzó con la ceremonia, fue una ceremonia muy emotiva y pude ver como a más de una persona se le escapaban algunas lágrimas entre ellas a la novia y a la Madre de Ella.
Cuando la ceremonia acabó todo el mundo aplaudía y gritaban: "Vivan los novios", siempre me he preguntado, ¿por que se grita "vivan los novios" en las bodas, si una vez casados ya no son novios, son marido y mujer? A la salida del nuevo matrimonio de la capilla los invitados le saludaron con una lluvia de arroz y pétalos de flores.
Durante el festín para celebrar el enlace me senté junto a la Madrina, la Madre de Ella, a un lado de los recién casados, mientras que al otro lado se sentaron la familia al completo de María.
- Ha sido una ceremonia muy hermosa, ¿verdad?- me preguntó la Madre de Ella.
- Lo ha sido, una boda muy hermosa.- le respondí.- pero he observado que en un momento de la ceremonia habéis llorado.
- Sois muy observador.- me dijo.- Pensaba lo bello que hubiese sido ver a mi hija casándose con vos.
- Hace tiempo tuve ese mismo sueño.- le dije.- Soñé que vuestra hija y yo nos casábamos, Ella estaba tan hermosa y radiante, y se sentía tan feliz. Y yo me sentía el hombre más feliz del mundo, me sentía tan contento que no quería despertar.
- ¡Oh, cariño!- me dijo dándome un abrazo y soltando algunas lágrimas.- ¡Que hermoso sueño tuvisteis! Lástima que solo fuese un sueño y no una realidad.
- Pero de vez en cuando me encanta recordar ese sueño, Ella y yo casados.- señalé.
- Como me hubiese gustado ver vuestra boda.- me dijo, dándome un beso en la mejilla.
Después del festín, comenzó el baile, Juan y María como era normal, fueron los primeros en salir a la pista de baile y comenzaron a bailar su primer baile como matrimonio, mientras que yo tocaba el piano. Tras el primer baile dejé el piano, dejando la música a un cuarteto de cuerda, formado por alumnos del Conservatorio de Música, incluso en alguna pieza Carlos y Annabella tocaron el piano y el arpa.
Como Padrino tuve el placer de bailar alguna pieza con la novia, se veía a María tan feliz, que esa felicidad era contagiosa.
- Se te ve muy feliz.- le dije a María mientras bailábamos.
- Lo soy, soy la mujer más feliz del mundo.- me dijo.
- Me alegro mucho, Juan y vos os merecéis toda la felicidad del mundo.- le dije.
- Gracias, se que lo decís de corazón.- me agradeció.- Os agradezco mucho todo lo que habéis hecho por mí y por Juan. También tengo que agradeceros lo de mi familia, ha sido una gran sorpresa, siempre os estaré agradecida por ello.
- No ha sido nada.- le dije quitándole importancia.- me encanta veros tan feliz.
- ¡Nada!, sin vos esta boda no habría sido tan perfecta.- me dijo dándome un abrazo y un beso en la mejilla justo cuando acababa la pieza que estábamos bailando.- Ha sido UNA BODA PERFECTA.

HEAR YOU ME, DE JIMMY EAT WORLD.

viernes, 26 de agosto de 2011

SÓLO EN SUEÑOS, DE JAIME SABINES.



Sólo en sueños,
sólo en el otro mundo del sueño te consigo,
a ciertas horas, cuando cierro puertas
detrás de mí.
¡Con qué desprecio he visto a los que sueñan,
y ahora estoy preso en su sortilegio,
atrapado en su red!
¡Con qué morboso deleite te introduzco
en la casa abandonada, y te amo mil veces
de la misma manera distinta!
Esos sitios que tú y yo conocemos
nos esperan todas las noches
como una vieja cama
y hay cosas en lo oscuro que nos sonríen.
Me gusta decirte lo de siempre
y mis manos adoran tu pelo
y te estrecho, poco a poco, hasta mi sangre.
Pequeña y dulce, te abrazas a mi abrazo,
y con mi mano en tu boca, te busco y te busco.
A veces lo recuerdo. A veces
sólo el cuerpo cansado me lo dice.
Al duro amanecer estás desvaneciéndote
y entre mis brazos sólo queda tu sombra.

jueves, 25 de agosto de 2011

EL LETEO, DE CHARLES BAUDELAIRE.

 

Ven sobre mi corazón, alma cruel y sorda,
Tigre adorado, monstruo de aires indolentes;
Quiero, por largo rato sumergir mis dedos temblorosos
En el espesor de tu melena densa;

En tus enaguas saturadas de tu perfume
Sepultar mi cabeza dolorida,
Y aspirar, como una flor marchita,
El dulce relente de mi amor difunto.

¡Quiero dormir! ¡Dormir antes que vivir!
En un sueño tan dulce como la muerte,
Yo derramaré mis besos sin remordimiento,
Sobre tu hermoso cuerpo pulido como el cobre.

Para absorber mis sollozos sosegados
Nada equiparable al abismo de tu lecho;
El olvido poderoso mora sobre tu boca,
Y el Leteo corre en tus besos.

A mi destino, en lo sucesivo, mi delicia,
Yo obedeceré como un predestinado;
Mártir dócil, inocente condenado,
Del cual el fervor atiza el suplicio,

Yo absorberé, para ahogar mi tormento,
El nepente y la buena cicuta,
En los pezones encantadores de ese pecho agudo
Que jamás aprisionó un corazón.

miércoles, 24 de agosto de 2011

LA DURMIENTE, DE EDGAR ALLAN POE.



A la medianoche, en la casa de junio, suave y bruna,
Permanecí de pie bajo aquella mística luna.
Un vapor embriagante, somnoliento,
Exhalaba sobre el valle su encantamiento,
Fluyendo gota a gota, suavemente,
Sobre la cresta calma del monte,
Robaba el delicado sopor musical
De aquel profundo del valle universal.
El romero crece sobre la tumba,
El lirio corre sobre la marea;
Envolviendo la niebla aérea,
Y las ruinas descansan juntas.
¡Mirad! Semejante al Leteo duerme el lago,
Un reposo sin tregua en su mundo soñado;
Y del sopor consciente no quiere despertar,
¡Toda la belleza duerme!
Allí donde sueña Irene,
Sola con su destino.

¡Oh, Dama brillante! ¿Puede ser real
Esta ventana abierta hacia la noche?
Los aires furiosos, desde la copa de los árboles
Ríen a través del trémulo cristal.
El aire descarnado, camino del hechizo,
Atraviesa la habitación con paso herido;
Ondeando las cortinas violentamente
-Tan terriblemente-
Abatiendo el frío marco cerrado,
Donde tu alma durmiente yace oculta.
Por el suelo y sobre los gastados muros,
Como fantasmas bailan las sombras.
¡Oh, querida Señora! ¿Acaso no temes?
¿Porqué permaneces aquí soñando?
De seguro puedes viajar hacia el mar lejano,
Una maravilla para estos árboles cansados.
¡Extraña es tu palidez! Extraño es tu vestido,
Pero sobre todo, extraña es tu delgada forma
En esta silenciosa y solemne hora.

¡La Señora duerme! ¡Oh, tal vez duerma
Un sueño perdurable, profundo!
El cielo te conserva en su santo seno,
Y este cuarto se ha hecho eterno,
Este lecho ha crecido, profético.
Ruego a Dios que ella pueda reposar
Por siempre con los ojos cerrados,
Mientras su pálido fantasma pasa a mi lado.

¡Mi Amor! ¡Ella duerme! ¡Oh, tal vez duerma
Un sueño interminable, incorrupto!
¡Piadosos serán los gusanos con su carne!
Lejos en el bosque, oscuro y viejo,
Tal vez las bisagras de su cripta se abran,
Una bóveda que a menudo absorbe la noche,
Y las negras alas al amanecer volverán,
Triunfantes sobre la pálida cresta,
Reina de una familia sepulcral.
Algunas criptas, remotas, distantes,
Cuyas puertas fueron abatidas por su mano de niña,
Lanzando en la infancia inocentes piedras;
Algunas tumbas, de cuyas sórdidas grietas
Ella nunca volverá a escuchar los ecos,
¡Es horrible pensar en los pobres niños del pecado!
Pues fueron los muertos quienes te llamaron.

AMOR Y SUEÑO, DE ALGERNON CHARLES SWINBURNE.



Tendida y dormida entre caricias nocturnas
vi a mi amor inclinarse sobre mi triste lecho,
pálida como el fruto y la hoja del lirio más oscuro,
rasa, despojada y sombría, con el cuello desnudo, listo para ser mordido,
demasiado blanca para el rubor y demasiado ardiente para estar inmaculada,
pero del color perfecto, ausente de blanco y rojo.
Y sus labios se entreabrieron tiernamente, y dijo
-en una sola palabra- placer.

Y toda su cara era miel para mi boca,
y todo su cuerpo era alimento para mis ojos;
Sus largos y aéreos brazos y sus manos más ardientes que el fuego
sus extremidades palpitando, el olor de su cabello austral,
sus pies ligeros y brillantes, sus muslos elásticos y generosos
y los brillantes párpados daban deseo a mi alma.

lunes, 22 de agosto de 2011

ESPÍRITU SIN NOMBRE, DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER.

Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.

Yo nado en el vacío del sol,
tiemblo en la hoguera,
palpito entre las sombras
y floto con las nieblas.

Yo soy el fleco de oro
de la lejana estrella,
yo soy de la alta luna
la luz tibia y serena.

Yo soy la ardiente nube
que en el ocaso ondea,
yo soy del astro errante
la luminosa estela.

Yo soy nieve en las cumbres,
soy fuego en las arenas,
azul hondo en los mares
y espuma en las riberas.

En el laúd soy nota,
perfume en la violeta,
fugaz llama en las tumbas
y en las ruinas yedra.

Yo atrueno en el torrente
y silbo en la centella
y ciego en el relámpago
y rujo en la tormenta.

Yo río en los alcores,
susurro en la alta hierba,
suspiro en la onda pura
y lloro en la hoja seca.

Yo ondulo con los átomos
del humo que se eleva
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.

Yo en los dorados hilos
que los insectos cuelgan
me agito entre los árboles
en la ardorosa siesta.

Yo corro tras las ninfas
que en la corriente fresca
del cristalino arroyo
desnudas juguetean.

Yo en bosques de corales
que alfombran blancas perlas,
persigo en el océano
las náyades ligeras.

Yo en las cavernas cóncavas
donde el sol nunca penetra,
mezclándome a los gnomos
contemplo sus riquezas.

Yo busco de los siglos
las ya borradas huellas
y sé de esos imperios
de que ni el nombre queda.

Yo sigo en raudo vértigo
los mundos que voltean,
y mi pupila abarca
la creación entera.

Yo sé de esas regiones
a donde el rumor no llega,
y donde informes astros
de vida un soplo esperan.

Yo soy sobre el abismo
el puente que atraviesa,
yo soy la ignota escala
que el cielo une a la tierra.

Yo soy el invisible
anillo que sujeta
el mundo de la forma
al mundo de la idea.

Yo en fin soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
del que es vaso el poeta.

viernes, 19 de agosto de 2011

LAUSTIC, DE MARÍA DE FRANCIA.

 Laustic significa Ruiseñor en celta bretón, y aunque estamos frente a un solemne poema romantico, esto no impide que la temática sea tan actual como extraña en un poema celta de aquella época (finales del siglo XII). Aquí, una dama engaña a su marido con el vecino. Por las noches, cuando su esposo duerme, ella habla con su amado escuchando el canto del ruiseñor. Cierto día, impulsado por la ira, este marido engañado mata al pájaro creyendo que este es el culpable de las dilatadas vigilias de su dama.

Laustic.
Os contaré una aventura
de la que los bretones un romance compusieron;
Laustic es su nombre, así dijeron
-así se llama en aquel país-,
es el Rossignol en francés
y Nightingale en perfecto inglés.
En Sain Malo la encontré,
fue una ciudad renombrada.
Dos caballeros allí habitaban
en dos casas próximas.
El uno tenía mujer,
prudente, cortés y encantadora.
El otro era estudiante,
muy célebre por sus hazañas.
Amó a la mujer de su vecino,
tanto la solicitó, tanto la suplicó,
y tan intensamente la sintió
que ella enseguida lo retribuyó.
Se amaron con prudencia,
mucho cuidaron su secreto,
no fueron molestados ni difamados.
Próximas estaban sus casas,
sus miradores, sus salas:
no había obstáculo ni empalizada
que los separara.
Donde por la noche o por el día
juntos pudiesen hablar;
nadie los podía observar.
Largo tiempo se amaron,
tanto que los campos reverdecieron
y los huertos florecieron.
Los pájaros, con gran dulzor,
llevan su alegría bajo la flor;
quien entienda esta astucia
entenderá el amor.
Cuando la luna brilla, frustrada,
ella a menudo se levanta,
se disfraza bajo su manto.
Una cosa se ha de pensar,
que es el ruiseñor quien la llama.
Pronto, no hay criado que no haga trampas,
teja redes y cuerdas,
No hay avellano ni castaño
donde no pongan lazos.
Atraparon al ruiseñor y lo llevaron a su amo.
¡Venid, señora! atrapado está el ruiseñor
por el que tanto habéis velado.
En paz podrás reposar,
el ruiseñor nunca más despertará.
La dama lo escuchó con dolor,
pero por las noches siguió sus paseos.
Su marido muchas veces la reprendió,
y ella respondía que en este mundo
no hay alegría mayor
que escuchar el canto del ruiseñor.
Con irritación le arrojó las plumas,
el cuerpo ensangrentado,
y salió de la habitación.
La dama tomó el pequeño cuerpo,
llora y maldice a los hacedores de trampas,
los tejedores de lazos y cuerdas.
"No podré por las noches sentarme en la ventana,
donde solía ver a mi amigo".
En dorado paquete envolvió el cuerpo,
bordado en oro envió el mensaje.
Ante el caballero de al lado
llega el cadáver del ruiseñor.
Dolido por el acontecimiento,
hizo forjar un estuche,
sin hierros ni aceros,
todo en oro fino y aros selectos,
con hilos bien sujeto,
escondió al ruiseñor,
y desde entonces lo lleva sobre el pecho.

NADA, DE JULIA DE BURGOS.

Como la vida es nada en tu filosofía,
brindemos por el cierto no ser de nuestros cuerpos.

Brindemos por la nada de tus sensuales labios
que son ceros sensuales en tus azules besos;
como todo azul, quimérica mentira
de los blandos océanos y de los blancos cielos.

Brindemos por la nada del material reclamo
que se hunde y se levanta en tu carnal deseo;
como todo lo carne, relámpago, chispazo,
en la verdad mentira sin fin del Universo.
Brindemos por la nada, bien nada de tu alma,
que corre su mentira en un potro sin freno;
como todo lo nada, buen nada, ni siquiera
se asoma de repente en un breve destello.

Brindemos por nosotros, por ellos, por ninguno;
por esta siempre nada de nuestros nunca cuerpos;
por todos, por los menos; por tantos y tan nada;
por esas sombras huecas de vivos que son muertos.

Si del no ser venimos y hacia el no ser marchamos,
nada entre nada y nada, cero entre cero y cero,
y si entre nada y nada no puede existir nada,
brindemos por el bello no ser de nuestros cuerpos.

domingo, 14 de agosto de 2011

JAR OF HEARTS, DE CHRISTINA PERRI.

DEJA A LOS MUERTOS EN PAZ, DE ERNST RAUPACH.

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Walter suspiraba dolorosamente por el fallecimiento de su amada esposa Brunilda. Era medianoche y estaba junto a su tumba, en la hora en que el espíritu que brama en las tempestades lanza sus malditas legiones de monstruos. Se lamenta todas las noches junto a la cripta, balo los árboles helados, reclinando la cabeza sobre la lápida de su esposa.

Walter era un poderoso caballero de Burgundia. Se había casado con Brunilda en su juventud, cuando los dos se amaban con locura, pero la muerte se la arrebató de los brazos, y sufría todavía a pesar de que se casó otra vez con una bella mujer llamada Swanhilde, rubia, de ojos verdes y un tono rosado en las mejillas, que le había dado un varón y una niña y que era todo lo contrario de la esposa muerta.

Walter no hallaba reposo, seguía amando a Brunilda y deseaba con toda su alma tenerla junto a él. Constantemente comparaba a su esposa viva con la muerta. Swanhilde notaba el cambio en su esposo y se esmeraba por atenderlo; pero de nada servía, ya que la obsesión de Walter era tener a Brunilda otra vez, y esa idea fija, constante, se había apoderado de su alma. Todas las noches visitaba la tumba de su hermosa esposa y le preguntaba con tristeza:

-¿Dormirás eternamente?

Ahí estaba Walter, acostado sobre la tumba. Era medianoche, cuando un hechicero de las montañas entró al cementerio para recoger las hierbas que sólo crecen en las tumbas y que están dotadas de un terrible poder. Se acercó a aquella en que Walter lloraba y le preguntó:

-¿Por qué, infeliz, te atormentas así? No debes lamentarte por los muertos, pues tu también morirás algún día. Al llorar por ellos no los dejas descansar.
-El amor es la fuerza más grande que hay en el universo y yo amaba a la que aquí está pudriéndose. Quisiera que regresara conmigo. -le respondió Walter con pena y necedad.
-¿Crees que va a despertar con tus lamentos? ¿No vez que perturbas su calma?
-¡Vete, anciano, tu no conoces el amor! ¡Si yo pudiera abrir con mis manos la tierra y devolverle la vida a mi querida Brunilda, lo haría a cualquier precio! -le gritó Walter.
-Ignorante, no sabes lo que dices, te estremecerías de horror ante la resucitada. ¿Piensas que el tiempo no degrada los cuerpos? Tu amor se convertiria en odio.
-Antes se caerían las estrellas del cielo. Yo reventaría mis músculos y mis huesos si ella resucitara; jamás podría odiarla.
-Hablas con el corazón caliente y la cabeza hirviendo. No quiero desafiarte a devolvértela: pronto te darías cuenta de que no miento -dijo el anciano.
-¿Resucitarla? -Gritó Walter, arrojándose a los pies del mago- Si eres capaz de tal maravilla, ¡hazlo!, hazlo por estas lágrimas, por el amor que ya casi no vive sobre la Tierra. Harías la mejor obra de bien en tu vida.
-Calma, si decides que así sea, regresa a medianoche; pero, te lo advierto: ¡Deja a los muertos en paz!

Walter regresó a su casa, pero no pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, justo a medianoche, esperaba al hechicero junto a la tumba.

-¿Haz considerado lo que te dije? -Le pregunto el anciano.
-Si, lo he pensado. Devuélveme a la dueña de mi corazón, te lo suplico. Podría morir esta noche si no cumples tu promesa.
-Bien -Le dijo el viejo- sigue recapacitando y regresa aquí mañana a medianoche. Te daré lo que tu pides, sólo recuerda algo: ¡Deja a los muertos en paz!

A la noche siguiente apareció el hechicero y dijo:

-Espero que hayas pensado bien la situación. Regresar a un muerto a la vida no es cosa de juego. Esta será la última vez que te lo diga: ¡Deja a los muertos en paz!
-¡Basta, mi amada no tendrá paz en esa tumba helada, tienes que regresármela, me lo haz prometido! -le gritó Walter lleno de ansiedad.
-¡Recapacítalo, no podrás separarte de ella hasta la muerte, aunque la repugnancia y el odio se apoderen de tu corazón! Solo habría un medio espantoso de lograrlo y no creo que tu quieras oír hablar de eso.
-¡Anciano imbécil, devuélveme a Brunhilda! ¿Cómo podría odiar lo que más he amado? -aulló Walter con desesperación.
-Está bien. Puesto que así lo quieres, ¡sea!¡retrocede!

El hechicero dibujó un círculo alrededor de la tumba y una tempestad se desató. Alzó los brazos al cielo y comenzó a gritar frases en una lengua que no era humana. Los búhos comenzaron a volar de los árboles. Las estrellas se ocultaron detrás de las nubes. La lápida que cubría la tumba comenzó a moverse y se abrió paso hacia la superficie. En el hoyo, el anciano tiró varias hierbas mientras seguía murmurando con los ojos en blanco. Un viento rápido y helado salió del sepulcro al mismo tiempo que cientos de gusanos escalaban la tierra. De pronto las nubes se apartaron y la luna bañó la sepultura vacía. Sobre ella, el hechicero vertió sangre fresca contenida en una calavera y exclamó:

-Bebe, tú que duermes, bebe esta sangre caliente para que tu corazón pueda latir otra vez.

Como volcán que hace erupción, se levantó Brunilda, empujada por una fuerza invisible, de la noche eterna en la que estaba sepultada. Tenía el pelo negro como la tormenta, ojos azules y una piel muy blanca. El anciano hechicero la tomó de la mano y la llevó hasta Walter.

-Recibe otra vez a la que amas. ¡Espero que nunca vuelvas a necesitar mi ayuda! De ser así, me encontrarás en las noches de luna llena en las montañas, donde los caminos se cruzan -diciendo esto, se alejó con paso lento.
-¡Walter! -exclamó Brunilda- llévame pronto al castillo en las montañas.

Walter saltó sobre el caballo y, tomando a su amada, galopó en dirección a las montañas solitarias, donde tenía un castillo oculto. Ahí había vivido con Brunilda. Sólo el viejo criado los vio llegar. Fue amenazado de inmediato por el patrón, quien le ordenó guardar silencio.

-Aquí estaremos bien -dijo Brunilda -hasta que mis ojos puedan ver la luz nuevamente.

Mientras residían en el castillo, los pocos criados ignoraban por completo que su antigua ama hubiera resucitado. Sólo el viejo sirviente sabía la verdad y era el que les llevaba agua y la comida. Los primeros siete días vivieron a la luz de las velas, con todas las cortinas cerradas; los siguientes siete se abrieron las ventanas más altas, de modo que sólo entraba la tenue claridad del amanecer o del anochecer. Walter nunca se apartaba de su querida Brunilda. No obstante, sentía un escalofrío que le impedia tocarla y no sabía por qué, pero tan grande era su amor que no le importaba. Estaba seguro de que esto era mejor que el pasado. Su esposa era aún mas bella que cuando estaba viva la primera vez, su voz era más dulce, sus palabras fluían con emoción y toda ella lo fascinaba hasta la locura.

Brunilda constantemente hablaba de los amores que habían tenido en el pasado, haciendo a Walter emocionantes promesas que pronto realizarían. Su amor sería el amor más grande que hubiera conocido el mundo. Así embriagaba a su amado de esperanzas para el futuro. Sólo cuando hablaba del cariño que sentía por él, dejaba aparecer la parte terrenal; de otro modo discutía sin cesar de asuntos espirituales, eternos y proféticos.

Todos los días dormían juntos. Walter sentía la necesidad de enamorar a su esposa, compenetrarse con ella como lo hacía antes, pero Brunilda se apartaba bruscamente de la cama y le explicaba:

-Así no querido. ¿Cómo podría yo, que he regresado de la muerte, para estar contigo, ser tu amante mientras tienes una sucia mujer que se hace llamar tu esposa?

Walter había enloquecido y estaba dispuesto a todo. Un día, arrebatado por la pasión, abandonó el castillo y cabalgó con furia por entre los bosques y las montañas hasta que llegó a su casa, donde su esposa Swanhilde lo recibió con cariños y palabras bellas, al igual que sus hijos. Pero nada pudo calmarlo ni reprimir su cólera. Expuso a su esposa que lo mejor era que se separaran para que cada quien pensara las cosas con calma y vieran si realmente se querían o no. Swanhilde, llena de comprensión, le dijo que estaba bien.

Al otro día, Walter había conseguido el acta de separación que decía que ella debería regresar a casa de sus padres. Los niños se quedarían en el castillo. Entonces Swanhilde le dijo:

-Sospecho que me dejas por el amor de Brunilda, a quien no puedes olvidar. Te he visto ir al cementerio y rondar su tumba. ¿No me digas Walter, que has osado juntar a los vivos con los muertos? ¡Eso causaría tu destrucción!

Walter recordó que lo mismo le había sentenciado el hechicero, pero no lo tomó en cuenta. Hizo redecorar el palacio al gusto de la nueva dueña. La resucitada ingresó por segunda vez a su mansión como esposa. Walter les dijo a todos los criados del palacio que era una nueva novia que había traído de tierras lejanas, pero los habitantes del castillo veían el extraño parecido que había entre la señora y su antigua ama Brunilda. Sus almas se llenaron de espanto, pues esperaban lo peor y, entre la servidumbre, corría el rumor de que su amo había desenterrado a la antigua esposa de su tumba y con poderes mágicos la había hecho vivir nuevamente.

La nueva ama nunca llevaba otro vestido que no fuera su túnica gris pálido, no usaba joyas de oro como las grandes señoras, sino turbias alhajas de plata de manera de cinturón y aretes; opacas perlas cubrían su pecho. Brunilda sólo salía en los atardeceres e impuso mano dura a todos los criados que la rodeaban. Era una mujer cruel que castigaba sin pretexto y por placer. Tenía el poder de la vida o la muerte sobre ellos.

En otro tiempo el castillo estuvo poblado de alegría, pero ahora sus moradores tenían la cara demacrada por el temor; se estremecían cada vez que se cruzaban con Brunilda. Muchos criados cayeron enfermos y murieron. Aquellos que la veían a los ojos se convertían en esclavos de sus caprichos. La mayoría intentó huir del castillo. Sólo algunos eran conservados con vida, los ancianos.

Los poderes que el hechicero había dado a Brunilda con el alimento humano había recompuesto su cuerpo corrupto. Sólo una bebida mágica podía conservarla con vida, una opción maldita: sangre humana, bebida aún caliente de venas jóvenes.

Ya deseaba comenzar a beber esa sangre, la de Walter, pero tenía que esperar hasta que fuera la noche de luna llena. Una tarde, repleta de ansiedad, vagaba por el bosque y se encontró con un pequeño niño de cachetes rosados. Lo atrajo hacia ella con caricias y regalos y lo llevó a una estancia apartada de la vista humana para succionar la sangre de su pecho. Después de esa indigna acción, ya nadie estuvo a salvo de sus ataques. Todo humano que se acercaba a ella era narcotizado con la fragancia de su aliento. Niños, jóvenes y doncellas se marchitaban como flores. Los padres resentían horror ante aquella plaga que hacía estragos en la vida de sus hijos.

Pronto empezaron a circular rumores. Se creía que ella era la causante de la peste mortífera, pero en las víctimas no había huella alguna que la incriminara y nadie la había visto haciendo esas aberraciones. Entonces el remedio radical: los padres abandonaron el pueblo, dejando sus casas vacías y las tierras sin trabajar. El castillo quedó desolado y el pueblo también, sólo permanecieron los ancianos decrépitos y sus esposas.

El único que no veía la muerte a su alrededor era Walter. Estaba entregado a su pasión, por sobre todas las cosas, por Brunilda, quien lo amaba con una ternura que nunca antes había mostrado. Hasta ahora no había necesitado de su sangre; pero ella no dejaba de advertir con pesadez que sus fuentes de vida se agotaban; pronto ya no habría sangre fresca y joven, excepto la de Walter y sus hijos. Al regresar al castillo, Brunilda había sentido el rechazo por los hijos de una extraña y los había dejado relegados a los cuidados de una sirvienta vieja. Pero la necesidad hizo que pronto se ganara el amor de los niños; los dejaba dormirse en su pecho, les contaba historias, jugaba con ellos y los adormecía con la mirada y el aliento.

Lentamente iba extrayendo de los infantes el flujo vital que la mantenía viva y hermosa. Poco a poco las fuerzas de los chiquillos fueron desapareciendo, sus risas alegres se habían transformado en débiles sonrisas. Las nodrizas estaban preocupadas y temían que todos los rumores fueran verdad. No se atrevían a decirle nada a su patrón. El varoncito murió primero. Después su hermanita lo acompañó a la tumba. Walter se llenó de pena por la muerte de sus hijos y su tristeza disgustó fuertemente a Brunilda, que lo regañaba:

-¿Por qué lamentarse tanto? ¡Seguramente te recuerdan a su madre! ¿O ya estás harto de mí? -le decía la hermosa mujer con los ojos inyectados de odio.

Walter era un esclavo. Perdonó las ofensas de su esposa y le pidió disculpas. Pronto volvían a vivir en la locura del amor de la muerte. Con todo, sólo quedaban él para saciar la sed de aquella bestia infernal. Las criadas eran demasiado viejas y su sangre no servía. Brunilda lo sabía y no le importaba, pues pensaba que al morir Walter, conquistaría a otros hombres e irían a nuevos pueblos en búsqueda de sangre jóven.

En las noches, cuando dormía profundamente narcotizado, ella adhería los colmillos a su pecho. Walter resentía la falta de sangre y salía a dar largos paseos por la montaña buscando reponer su salud. Atribuía su debilidad a la falta de alimentación; nada sospechaba. Un día estaba tumbado a la sombra de un árbol y un raro pájaro pasó volando, dejando caer una raíz seca, rosácea, a sus pies. Tenía un aroma delicioso e irresistible. La masticó y sintió que su boca se llenaba de hiel amarga, entonces arrojó lejos la raíz que pudo haberlo salvado del hechizo en el que lo sumía su esposa.

Esa misma tarde, Walter regresó al castillo. El mágico perfume de Brunilda no surtió efecto alguno sobre el hombre y por primera vez en muchos meses durmió un sueño natural. Comenzó a sentir un agudo dolor en el pecho, abrió los ojos y vio la imagen más horrible y aterradora de su vida: los labios de Brunilda succionando la sangre caliente que salía de su pecho. Gritó con horror y Brunilda se apartó con la sangre escurriéndole por la boca.

-¡Demonio! ¿Así es como me amas? -rugió Walter.
-Te amo como aman los muertos -respondió con frialdad la mujer.
-Sangriento monstruo, ahora lo comprendo. Tú mataste a mis hijos, tú eres esa peste de la que hablaba el pueblo.
-Yo no los he asesinado. Tuve que sacrificar sus vidas para satisfacer tus placeres. ¡Tu eres el asesino! -gritó Brunilda con los ojos helados.

Las sombras amenazadoras de todos los muertos fueron convocadas ante los ojos de Walter por las terribles y verdaderas palabras de Brunilda.

-Querías amar a una muerta, acostarte con ella. ¿Que esperabas?
-Maldita! -gritó y echó a correr fuera del cuarto mientras se maldecía.

Al amanecer, Walter despertó en los brazos de Brunilda. Una larga cabellera negra envolvía su cuerpo, la fragancia de su aliento lo condenaba al estupor. Enseguida se olvidó de todo y se dedicó al placer con la muerta en vida. Cuando el efecto del hechizo pasó, el terror era diez veces más fuerte. Como era de día, Brunilda dormía. El hombre se refugió en las montañas, lejos de la vampiresa
. ¡Pero era en vano! Cuando despertó, estaba en brazos de Brunilda, comprendiendo que asi seria para siempre.

Sin embargo, intentaba huir todos los días, luchando contra la muerte. Walter se refugió en uno de los rincones mas oscuros del bosque, donde la luz nunca llega. Escaló una roca mientras llovía intensamente y las nubes le enseñaban las caras de las víctimas de su esposa. En ese instante la luna emergió de las altas montañas y aquella visión le recordó al hechicero. Se dirigió con decisión a aquel lugar donde se juntan los caminos; no estaba lejos. Cuando llegó, encontró al anciano sentado en una roca, lleno de paz. Walter le gritó, tirándose al piso:

-¡Sálvame, por piedad, sálvame de ese monstruo que sólo sabe sembrar la muerte!
-¿Comprendes ahora cuán importante era mi advertencia de dejar a los muertos descansar? -le dijo el anciano.
-¿Por qué no impusiste ante mis ojos todos los horrores que iban a suceder, todos los asesinatos y la maldad que estaban desencadenando? -preguntó Walter, sollozando.
-¿Es que acaso escuchabas algo que no fuera tu propia voz, tu pasión desmedida?
-Es verdad. Pero ahora te pido, por lo que más quieras, que me ayudes -suplicaba Walter agonizando.
-Bien, te voy a decir lo que debes hacer. Es terrible. Sólo en las noches de luna llena duerme un vampiro
el sueño humano. En ese momento pierde todos sus poderes y esa noche... ¡deberás matarla!.Lo harás con una afilada estaca que yo mismo te daré. Renunciarás para siempre a ella, jurando al cielo no volver a invocar su recuerdo ni mencionar su nombre o, de lo contrario, la maldición se repetirá, ¿esta claro? -preguntó el anciano hablando con autoridad.
-Lo haré, noble hechicero, haré todo lo que tú me digas para librarme de ese monstruo, pero ¿cuando sera luna llena?
-Faltan 15 días.
-¡Oh, imposible! Sus poderes me arrastraran hasta ella y me matará.
-Te esconderé en esta cueva, aquí te quedarás los quince días. En este tiempo tendrás techo y comida; por ningún motivo debes asomarte fuera de aquí. Yo volveré la noche de luna llena.

Pasó Walter el tiempo convenido en la cueva, sin moverse de su sitio, pues el inmenso temor que sentía paralizaba sus miembros. Todas las noches se le aparecía Brunilda como en sueños llamándolo por su nombre, prometiéndole que todo iba a cambiar, pidiéndole que regresara. De ese modo lo abrumaba, sumiendo a Walter en la locura. Hasta que por fin llegó la luna nueva. El hechicero entró en la caverna alumbrado por el astro y tomó a Walter por el brazo. Se dirigieron caminando al castillo en medio de la noche. Todas las puertas del palacio se abrían sin necesidad de tocarlas, tal era la magia del hechicero. Llegaron al aposento de Brunilda. Dormía, bella, hermosa, con un sueño ligero. ¿Quién podria pensar que aquella adorable criatura era un pavoroso vampiro
?

Walter tenía los ojos llenos de amor. Levantó la estaca sobre su cabeza y, asestando un golpe tremendo, la hundió en el pecho de la vampira
hasta atravesarla por completo, mientras le gritaba:

-¡Te condeno para siempre!
Brunilda alcanzó a abrir los ojos y decirle a Walter.
-Conmigo te condenas.

El hombre colocó su mano sobre el pecho de la mujer pronunciando el juramento que le había dicho el anciano:
-Jamás evocaré tu amor, jamás pronunciaré tu nombre... te condeno.
-Muy bien -le dijo el hechicero -todo ha terminado. Ahora debemos devolverla a donde pertenece y de donde no debió haber salido. Nunca olvides tu juramento. No volverás a verme jamás -y diciendo esto, desapareció de improviso ante los ojos del hombre.

La espantosa difunta estaba otra vez en su tumba, pero su imagen perseguía a Walter sin descanso, convirtiendo su vida en un eterno combate. La muerta le decía todo el tiempo:

-¿Perturbaste mi sueño eterno para asesinarme?

Walter siempre debía responderle: "Te condeno para siempre". Pero la imagen no se iba y aquel juramento estaba todo el tiempo sobre sus labios. Vivía afligido por el miedo de despertar un día y verse en brazos de la vampira
. Además de esto, las imágenes de las víctimas de Brunilda se le aparecían gritándole:

-¡Conmigo te condenas!

El castillo de Walter estaba desierto y en ruinas, como si la guerra y la peste hubieran pasado por ahí. En medio de su soledad, quiso pedir perdón a Swanhilde y regresar con ella, pero la bella dama sabía que sus hijos habían muerto y lo despreciaba con rencor. Así, Walter solo como un perro, vagaba día y noche por los alrededores del castilllo.

Una mañana vio pasar a varios jinetes cabalgando. A la cabeza iba una bella mujer montada en un caballo negro y detrás de ella venían con alegría damas y caballeros. Walter los llamó y, después de saludarlos con agrado, los invito a comer al castillo. Aceptaron gustosos. Parecía que la vida había regresado al palacio. Todo era júbilo y gozo. Walter insistió en que se quedaran con él una semana; ya había contratado un nuevo ejército de criados que cuidaban todos los caprichos de cada invitado, e igualmente no dudaron en decirle que sí. Walter sentía tanta confianza por la mujer del caballo negro, que le había contado su historia y la de Brunilda. Ella lo consoló con toda clase de palabras y frases de afecto. Así transcurrieron los días, hasta que le pidió a la extraña que se casara con él. Ella accedió de inmediato y siete días después celebró la boda con una gran fiesta, que duró cuatro días con sus noches.

El castillo se vio envuelto en un salvaje desenfreno de alcohol y lujuria. Parecía que el demonio mismo asistía a aquella celebración. Walter condujo a su mujer al cuarto. Cuando la recostó sobre la cama, ella transformó sus brazos en una gigantesca serpiente que con sus siete anillos envolvió el cuerpo del pobre hombre triturándole los huesos, al tiempo que comenzaba el fuego en la habitación.

Pronto quedó en llamas, la torre del castilllo se desmoronó sepultando bajo sus escombros al agonizante Walter y, cuando estaba a punto de morir, una voz atronadora gritó:

¡DEJA A LOS MUERTOS EN PAZ!

viernes, 12 de agosto de 2011

EL REY DE LOS ELFOS, DE JOHANN WOLFGANG VON GOETHE.



¿Quién cabalga tan tarde a través del viento y la noche?
Es un padre con su hijo.
Tiene al pequeño en su brazo
Lo lleva seguro en su tibio regazo.

"Hijo mío ¿Por qué escondes tu rostro asustado?"
"¿No ves padre al Rey de los Elfos?
¿El Rey de los Elfos con corona y manto?"
"Hijo mío es el rastro de la neblina."

"¡Dulce niño ven conmigo!
Jugaré maravillosos juegos contigo;
Muchas encantadoras flores están en la orilla,
Mi madre tiene muchas prendas doradas."

"Padre mío, padre mio ¿no oyes
Lo que el Rey de los Elfos me promete?"
"Calma, mantén la calma hijo mío;
El viento mueve las hojas secas. "

"¿No vienes conmigo buen niño?
Mis hijas te atenderán bien;
Mis hijas hacen su danza nocturna,
Y ellas te arrullarán y bailarán para que duermas."

"Padre mío, padre mío ¿no ves acaso ahí,
A las hijas del Rey de los Elfos en ese lugar oscuro?"
"Hijo mío, hijo mío, claro que lo veo:
Son los árboles de sauce grises."

"Te amo; me encanta tu hermosa figura;
Y si no haces caso usaré la fuerza."
"¡Padre mío, padre mío, ahora me toca!
¡El Rey de los Elfos me ha herido!"

El padre tiembla y cabalga mas aprisa,
Lleva al niño que gime en sus brazos,
Llega a la alquería con dificultad y urgencia;
En sus brazos el niño estaba muerto.