lunes, 31 de enero de 2011

EL SUEÑO DE UN CURIOSO, DE CHARLES BAUDELAIRE.

¿Conoces, como yo, la pena gozosa?,
Y de ti haces decir: "¡Oh, que hombre singular!"
Iba yo a morir. Era aquello en mi alma amorosa,
Deseo mezclado con horror, un mal particular;

Angustia y viva esperanza, sin humor falso.
Cuanto más se vaciaba el fatal cadalso,
Más áspera y deliciosa era mi agonía;
Del mundo entero mi corazón huía.

Y me sentía cual el niño ávido del espectáculo,
Odiando el telón como se aborrece un obstáculo.
Finalmente la verdad fría se manifestó:

Estaba muerto, inesperadamente, y la célebre aurora
Me envolvía. Entonces, ¿no es más que esto?
La cortina se había alzado y yo esperaba todavía.

domingo, 30 de enero de 2011

OYEME, DE MÓNICA NARANJO.

EMPIEZO A RECORDARTE, DE MÓNICA NARANJO.

UN AÑO SIN LLUVIA, DE SELENA GOMEZ.

GET OUTTA MY WAY, DE KYLIE MINOGUE.

EL AMOR Y EL CRÁNEO, DE CHARLES BAUDELAIRE.

El amor está sentado en el cráneo
de la Humanidad,
y desde aquel trono, el profano
de risa desvergonzada,

sopla alegremente redondas pompas
que flotan en el aire,
alcanzando los mundos
en el corazón del éter.

El globo frágil y luminoso
toma un gran impulso,
estalla y exhala su alma delicada,
como un sueño de oro.

Y oigo el cráneo rogar y gemir
a cada burbuja:
-Este juego feroz y ridículo,
¿cuándo terminará?

Pues lo que tus labios crueles
esparcen sobre el aire,
monstruo asesino, es mi cerebro,
¡mi sangre y mi carne!

viernes, 28 de enero de 2011

SOLITARY GROUND, DE EPICA.

TIERRA DE NADIE, DE HEVIA.

SUEÑOS, DE EDGAR ALLAN POE.


¡Ojalá mi joven vida fuese un sueño duradero!
Y mi espíritu yaciera hasta que el rayo certero
De la eternidad presagiara el nuevo día.
¡Sí! Aunque el largo sueño fuese de agonía
Siempre sería mejor que estar despierto
Para quien tuvo, desde su nacimiento
En la frágil tierra, el corazón
Prisionero del caos de la pasión.

Mas si ese sueño persistiera eternamente,
Como mis viejos sueños infantiles
Solían persistir, si aquello ocurriese,
Sería absurdo esperar un milagro.
Pues he soñado que el sol resplandecía
En la bóveda estival, lleno de luz tardía,
Y que mi corazón vagaba
Por climas remotos y creados,
Junto a seres imaginarios, sólo pensados
Por mí, ¿qué más podría haber visto?.

Pero una vez, una única vez, y ya no lo olvidaré,
Aquel extraordinario momento, un poder o no sé qué,
Me hechizó, o quizás fue que el viento helado
Sopló de noche y al huir dejó marcado
Su rastro en mi espíritu, o quizás fue la Luna
Que brilló en mis sueños con particular fortuna,
O bien las estrellas, en cualquier caso,
El sueño fue como ese viento: dejémosle pasar.

Yo he sido feliz, aunque fuera en sueños.
Fui feliz, y los adoro: ¡Sueños!
Tanto por su colorido intenso
Que los oponen a lo real, y porque al ojo delirante
Ofrecen los tesoros más bellos y abundantes
Del paraíso y el amor, ¡y todos nuestros!
Tal como la esperanza pertenece a la juventud.

jueves, 27 de enero de 2011

EL CRISTO DE LA CALAVERA, DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER.

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.

El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.

La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.

Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao. Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.

Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.

Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.

Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.

Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos. En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.

Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio. Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.

La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.

Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.

No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre. Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.

Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán. Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:

-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.

Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban. Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa. Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.

Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas e ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.

Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.

Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia. El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido cambiaron algunas frases en voz baja.

-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-¿Y adónde iremos?
-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.

Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras. Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.

Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa. Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre. Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.

Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.

Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron la suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.

-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.

Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.

-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.

Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que la mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo. Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.

La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.

-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.

Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles. Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:

-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
-Pues que tú lo quieres, sea -contestó Lope.

Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas. Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.

Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.

El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero, deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.

Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio. Al dia siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre. Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.

Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que la saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.

ANTES DEL OCASO, DE ALGERNON SWINBURNE.

El amor crepuscular declina en el cielo
Antes que la noche descienda sobre la tierra
Antes de que miedo sienta del frío su hierro,
El crepúsculo del amor se desvanece en el cielo.

Cuando el insaciable corazón susurra entre lamentos
"o es demasiado o es poco",
y los labios se abstienen tardíamente resecos,

Blandas, bajando por el cuello de cada amante,
las manos del amor sostienen su rienda secreta;
y mientras buscamos en él una señal concreta,
su luz crepuscular se desgarra en el cielo.

EFÍMERA, DE WILLIAM BUTLER YEATS.

«Tus ojos, que nunca antes se cansaron de los míos,
se inclinan con pesar bajo tus párpados oscilantes
porque nuestro amor declina».

Y ella responde:
«Aunque nuestro amor se desvanezca,
sigamos junto al borde de este lago,
juntos en este momento solitario
en el que la pasión, pobre criatura agotada, yace dormida.
¡Qué lejanas parecen las estrellas,
lejano brilla nuestro primer beso,
y qué cansado parece mi corazón!».

Vagan pensativos entre las hojas marchitas,
mientras él, lentamente, sosteniendo su mano, replica:
«La Pasión ha consumido
nuestros corazones errantes».

El bosque los encierran, y las hojas, ya amarillas,
caían en la penumbra como lánguidos meteoros,
sendero abajo rengueó un animal viejo y cojo.
Sobre él cae el otoño; y ahora ambos se detienen
a la orilla del lago una vez más.
Volviéndose, vio que ella arrojaba hojas muertas,
húmedas como sus ojos, y en silencio, desiertas,
cubrieron su pecho y sus cabellos.

«No te lamentes», dijo él,
«estamos vacíos porque otros amores nos esperan,
odiemos y amemos a través del tiempo imperturbable,
ante nosotros yace, interminable, lo eterno,
nuestras almas son amor y un adiós perpetuo».

lunes, 24 de enero de 2011

ELLA. 8ª Parte: El Ángel.



Hace justo un año de su muerte, y aquí estoy sentado entre penumbras tocando mi piano y recordando, recordando estos hechos tan dolorosos para mí, culpándome a mí mismo por no estar donde debería haber estado. Culpándome por no estar con Ella cuando me necesitó. Un año entero culpándome, nunca fui digno de Ella, Ella me amaba pero yo no me porté como debería haberme portado, ahora pienso que no era merecedor de su amor.
Un año llevo viviendo con este dolor, un dolor que me ha apartado del mundo, como si estuviese muerto en vida, pues mi vida transcurre encerrado en mi Hacienda tocando el piano, paseando por los jardines, montando a Lucero Negro entre los viñedos, o leyendo mil historias en los libros que llenan mi biblioteca. Una vida solitaria, quizás demasiado solitaria, sin apenas relacionarme con la gente, salvo alguna que otra visita de algún amigo o familiar...
Pero justo en esta noche, en la que se cumple un año de la muerte de Ella, algo me hizo recordarla con más fuerza, como si mi mente no quisiera olvidar ningún detalle de todos los momentos que había vivido con Ella. Tanto los buenos momentos como los malos.
Abandoné el asiento de mi piano, recogí mi copa de brandy y fui a sentarme en el sillón situado frente a la chimenea, tomé un sorbo de mi copa mientras contemplaba el bailoteo de las llamas, una lágrima rodó por mi rostro hasta caer en mi regazo, y a esta lágrima le siguieron muchas más.
Y entonces fue cuando una corriente de aire gélido provocó que el fuego se agitara muy bruscamente y la estancia se lleno de un aroma peculiar, olía como a tierra mojada; nada raro pues había estado lloviendo durante mucho tiempo, pero ya la tormenta había pasado;... pero ese olor era algo más, era un olor como a... ¡tumba abierta!
Esto me sobresaltó, rápidamente me puse en pie y miré hacia el gran ventanal, sus cortinas se balanceaban movidas por la brisa de la madrugada, pero como es posible esto, las ventanas estaban cerradas, o al menos eso es lo que yo creía.
Pero no estaba solo, en la sala junto a mi piano pude distinguir una figura, era una figura femenina, la de una muchacha joven, vestida con una larga túnica de color blanca, que le cubría hasta los pies, inclinaba la cabeza, mirando hacia el suelo y su larga cabellera color negra ocultaba su rostro.
Durante unos minutos contemplé esta visión sin moverme ni mediar palabra, no sabía si era algo real, o tal vez una mala jugada de mi imaginación, o quizás el producto de las copas de brandy que había tomado a lo largo de la noche.
Pero a pesar de mi estado y de la poca luz de la sala pude observar que en el dedo anular de su mano derecha llevaba un anillo. ¡No puede ser, esto es imposible!, ¡esto es una locura! Era aquel dichoso anillo que yo deposité sobre la tumba de Ella, esto quiere decir que es..., ¡no, no es posible volver! ¿O tal vez sí? ¿Podría ser Ella? 
La llamé por su nombre y esta figura levantó la mirada y pude ver su rostro, pero aquella cara se hallaba tan alterada que apenas guardaba semejanza con la del radiante ser que yo recordaba de mis tiempos felices.
Era una faz aquella tan pálida como la luz de la luna de marzo; las delicadas y pequeñas depresiones bajo los pómulos se habían acentuado hasta dar al rostro una expresión desagradable. Sus labios, un poco separados, parecían haberse marchitado; sus ojos daban la impresión de haberse hecho más grandes, pero ahora estaban exageradamente hundidos en la cara. La cara tenía una expresión anhelante, pero con un tono impersonal. Lo único que no había cambiado en ella era la gracia de sus movimientos. Caminaba con toda naturalidad, sin que el paso revelara el menor esfuerzo, moviendo sus curvadas caderas ligeramente, se fue acercando hasta quedar justo frente a mí.
No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en sus ojos. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían carecer de pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos.
Ella acercó sus labios a los mios,¡Dios, deseaba tanto besarla! Pero este beso no fue como yo me lo esperaba, era un ósculo frío y sin vida, como quien besa a una estatua de mármol. A la vez este beso sabía a sangre, es posible, mis labios están sangrando.
Cuando Ella se apartó un poco de mí, pude observar como entre sus labios asomaban unos dientes largos y afilados. ¿Es posible que la persona que más amaba hubiese acabado por transformarse en una criatura de la noche?, ¿una criatura que camina durante la noche buscando víctimas para saciar su sed de sangre, de sangre humana?
No me importaba, lo único que quería era estar junto a Ella, ahora que la había vuelto a encontrar y no quería perderla por nada del mundo, no iba a desaprovechar esta nueva oportunidad de estar juntos, si fuese menester transformarme en un ser nocturno, pues que así sea...
Ella se inclinó sobre mi cuello y yo ladeé la cabeza para que le fuese más fácil alcanzar mi cuello para darme su mordisco mortal. Justo en el instante en que sus largos colmillos tocaron la piel de mi cuello, yo cerré mis ojos y le dije:
-Os amo, siempre os he amado, y siempre os amaré.
Ella detuvo su mordisco justo en el momento que unas diminutas gotitas de sangre brotaban de mi cuello, solamente eran unos simples arañazos. En este momento sentí una calidez en mi rostro y abrí mis ojos. Ella estaba acariciando mi cara y su mano era cálida, sus labios carnosos y con color, sus ojos luminosos y brillantes, su rostro estaba sonrosado... Toda ella resplandecía, estaba radiante, parecía estar como iluminada por una luz desconocida, parecía estar viva, esta si que era Ella, al menos la misma que yo guardaba en mis recuerdos, es más, incluso me parecía aún más bella de lo que la recordaba.
Incluso el aroma de la estancia cambió, ya no olía a ese horrible olor de tierra mojada, un suave y dulce aroma inundaba toda la estancia, era el perfume que Ella solía usar, el aroma del jazmín.
Ella volvió a acercar sus labios a los mios, y esta vez sí, esta vez si que fue una beso cálido, dulce y a la vez apasionado. Este sí que era el beso que tanto tiempo he esperado, el beso que tantas veces soñé darle, el beso que solamente eres capaz de darle al ser que más se ama, a la persona que siempre esta ocupando tu mente y a la persona que es la razón por la cual late tu corazón.
Cuando Ella se despegó de mis labios pude ver como las lágrimas caían por sus mejillas, lo cual provocó que de mis ojos también brotasen lágrimas, pero no eran lágrimas de tristeza y dolor, sino de felicidad. Por fin era feliz, me sentía el hombre mas feliz del mundo, mi dicha era tan grande que parecía que el corazón quería saltar fuera de mi pecho.
Pero noté algo en su rostro, al parecer sus lágrimas si eran de tristeza.
-¿Que os ocurre?, ¿acaso no sois feliz?- le pregunté.- Yo me siento dichoso y feliz, muy feliz de volver a teneros aquí conmigo. ¿Por qué lloráis?, ¿por qué...?
Sus lágrimas se hicieron más intensas mientras me miraba a los ojos y volvió a besarme, pero este beso fue mucho más breve que el anterior. Me dio la espalda y se encaminó hacia el gran ventanal de la sala.
-¿Por qué?- volví a preguntarle.
Ella se detuvo junto a la cortina que cubría el gran ventanal, a la vez que empezaba a oírse el cantar de los pájaros, el cual indicaba que estaba a punto de amanecer.
-Os he amado toda mi vida, desde que tengo uso de razón, os he amado con cada uno de los latidos de mi corazón y siempre os amaré. Pero ya mi corazón no late por vos, simplemente dejó de latir. Ya no estoy viva y no puedo condenaros a esta maldición.- me confesó.
-Pero, lo único que yo deseo en esta vida sois vos, quiero estar con vos y no me importa ni el modo, ni la forma.- le grité.
-¡No amor mio, así no!- me dijo Ella, a la vez que movía la cabeza en señal de negación.
-Pero, ¿por qué?. ¿por qué no?.- le preguntaba una y otra vez.
Ella sin dejar de sonreirme y de mirarme a los ojos, a la vez que sus ojos se llenaban de lágrimas, alzó su brazo derecho y corrió la cortina que cubría el gran ventanal, dejándose bañar por los primeros rayos de sol de la mañana.
-¡NOOO!-grité mientras corría hacia Ella. -¿pero que hacéis?, ¿estais loca?
Yo lo único que pude hacer es abrazarla, estrecharla contra mi pecho y enredar sus cabellos entre mis dedos, mientras lloraba desconsoládamente.
-¡Os amo, os amo, os amo!...- me repetía Ella una y otra vez, entre sollozos.
-¡Yo os he amado siempre, durante toda mi vida!- le declaré al oído.
A la vez que su cuerpo comenzaba a transformarse en cenizas y polvo, en pocos segundos lo único que poseía entre mis manos era un montón de ceniza.
Ella había vuelto a desaparecer de mi vida, ¿como iba yo a seguir viviendo con este nuevo dolor?, la había perdido dos veces. Había perdido a la persona que más amaba por segunda vez, esto es ya insoportable. Acaso no había sufrido ya bastante, mi corazón que ya se había roto hace un año, ahora volvía a hacerse pedazos. ¿como podría aplacar este dolor?
De pronto, en un momento de locura, se me ocurrió la estúpida idea de acabar con mi vida. Siempre había pensado que esta era la forma más cobarde de solucionar los problemas, no comprendía como había gente que acababan con su vida de esta manera. Pero ya no, ya no lo veía de la misma manera, ahora comprendía como la gente desesperada cometía actos desesperados. Pues yo me encontraba ahora en esa situación, estaba totalmente desesperado, ya no quería seguir sufriendo, no quería seguir viviendo, no quería esta vida, una vida sin Ella. Si no la tendría en este mundo, quizás conseguiría estar con Ella en el otro, solo pensaba estar con Ella.
Me encaminé hacia el escritorio y abriendo el cajón superior, extraje una caja de color negra, una caja de un color negro muy intenso y muy brillante. Coloqué esta caja sobre el escritorio y la abrí, en ella guardaba un juego de pistolas de duelo, unas pistolas personalizadas y fabricadas especialmente para mí por el mejor armero de Francia, fueron un regalo de mi Maestro de Armas, cuando estudiaba en Madrid, fueron un premio por ser su alumno mas aventajado.
Agarré una de estas dos armas, la limpié, la preparé y la cargué, estaba lista para disparar, así que sin pensarlo dos veces, cogí esta  pistola con mi mano derecha, la amartillé y apoyé el cañón sobre mi cabeza; cerré mis ojos, que aún estaban húmedos por las lágrimas y con firmeza apreté el gatillo.
¡¡CLICK!!, escuché al golpear el martillo, pero no se disparo.
-Es extraño, estoy seguro de haber cargado correctamente la pistola. -me decía a mi mismo.-¿Que demonios ha ocurrido?
Volví ha revisar el arma, me aseguré de que la pólvora estuviera en buenas condiciones, de que la pequeña bala de plomo estuviera bien colocada, y que el pedernal del martillo estuviera en buen estado. Y volví a repetir las mismas acciones de antes, cerrando los ojos coloqué el cañón del arma sobre mi cabeza y de nuevo apreté el gatillo.
¡¡CLICK!!, de nuevo el mismo sonido, y nuevamente el arma no se disparó.
-¡Pero que jugarreta del destino es esta!- grité a pleno pulmón.
Justo en ese momento, algo llamó mi atención, algo brillaba en el suelo, junto al gran ventanal, justo en el mismo sitio donde Ella desapareció.
Me acerqué para ver que era eso que brillaba en el suelo, era su anillo, aquel dichoso anillo, el anillo que yo mandé hacer para Ella, el mismo que le ofrecí cuando le pedí que se casara conmigo, el mismo que dejé sobre su tumba, y el mismo que llevaba Ella hace unos momentos.
Allí estaba en el suelo reflejando los rayos de sol que entraban por la ventana, cuya cortinas habían sido abiertas por Ella, antes de..., justo antes de irse.
Me arrodillé en el suelo y lo cogí con mi mano izquierda, y lo besé, lo besé como la hubiera besado a Ella, y fue en este momento cuando escuché una voz, una voz que parecía salir de mi propio corazón...
-¡No, amor mio! Así no, aún no, te queda mucha vida por delante. Estaremos juntos, pero todavía es muy pronto.- me decía, esa melódica voz.
Era su voz, la voz de Ella, no tenía la menor duda, Ella me estaba hablando, me pedía que no cometiera ninguna locura.
Poniéndome en pie, levanté mi mano derecha, en la que tenía la pistola aún, y sacándola por la ventana, la volví a amartillar y apuntando hacia el cielo apreté el gatillo.
¡¡BAUMM!!, ahora sí que se disparó, ahora sí que funcionó. Entonces recordé algo que escuché hace mucho tiempo, y que no recuerdo quien fue la persona que me lo contó, ni cuando:
"CUANDO UNA PERSONA MUERE AMANDO MUCHO A OTRA, LA PERSONA QUE MUERE SUELE CONVERTIRSE EN EL ÁNGEL DE LA GUARDA DE LA PERSONA QUE AMA, ESTA ES UNA MANERA DE ESTAR JUNTOS".
Esto es lo que creo que ocurrió, que Ella a partir de ahora, es mi  Ángel de la Guarda. El mejor Ángel que nadie pudiera tener.
Y pensando en esto, me sorprendí haciendo algo que hacía mucho tiempo que no hacía. En mi rostro se dibujaba una sonrisa, volví a sonreír después de tanto tiempo.
-FIN-

domingo, 23 de enero de 2011

ERAS TÚ, DE MERCHE.

EL HOMBRE Y LA MUJER, DE VICTOR HUGO.

El hombre es la criatura más elevada,
la mujer es el más sublime de los ideales.

Dios hizo para el hombre un trono:
para la mujer un altar.
El trono exalta;
el altar santifica.

El hombre es cerebro,
la mujer corazón..
el cerebro hace la luz, el corazón el amor;
la luz nutre, el amor resucita.

El hombre es fuerte por la razón
la mujer es fuerte por la emoción,
la razón argumenta
las emoción conmueve.

El hombre es capaz de todos los heroísmos,
la mujer de todos los martirios.
El heroísmo ennoblece,
el martirio sublima.

El hombre tiene la supremacía;
la mujer la preferencia
la supremacía significa fuerza;
la preferencia respresenta el derecho.

El hombre es un genio,
la mujer un ángel.
El genio es inconmensurable;
El ángel indefinible.

La aspiración del hombre es la suprema gloria;
la aspiración de la mujer es la extrema virtud.
La gloria hace todo lo que es grande;
La virtud hace todo lo que es divino.

El hombre es código,
la mujer es evangelio
el código corrige
el evangelio perfecciona.

El hombre piensa,
la mujer sueña,
pensar es tener una larva en el cráneo,
soñar es tener una luz en la frente.

El hombre es un océano;
la mujer un lago.
El océano tiene la perla que adorna;
El lago, la poesía que enciende.

El hombre es el águila que vuela,
la mujer es el ruiseñor que canta.
Volar es subyugar el espacio
cantar el conquistar el alma.

El hombre es un Templo;
la mujer es el Santuario.
Delante del Templo nos descubrimos
Delante del Santuario nos arrodillamos.

El hombre se ubica donde termina la tierra,
la mujer, donde comienza el cielo.

EL SUEÑO, DE JOHN DONNE.


Amor, nada excepto tú
habría roto este sueño repentino,
un reflejo destinado, excesivo,
intenso para ser apenas un fantasma.
Es sabio de tu parte despertarme,
mas mi sueño nunca desgarras:
eres tan cierta que pensarte alcanza
para volver verdad sueños y ficciones;
entra en estos brazos, ya que decidiste
que no soñara mi sueño completo,
juntos, actuemos el resto.
Como un relámpago, o la luz de una vela,
tus ojos me despertaron,
al principio creí (pues amas la verdad), que eras un ángel,
hasta que vi que veías por dentro
mi corazón y mi centro
mejor que los Ángeles,
que sabías de mi sueño -que estaba soñando-,
y en qué momento me despertaría.
Viniste y confieso que entonces
habría sido herejía creer
que tú no fueras otra que tú.
Venir y quedarte conmigo te reveló,
pero levantarnos me hace preguntarme
si tú aún eres tú.
Débil es el amor si enfrenta al miedo,
ya no es espíritu puro, certero,
si en él se funden el miedo, vergüenza y honor.
Tal vez como una antorcha imprevista,
así me tratas tú, pues vienes para iluminarme,
y te vas para volver.
Entonces yo soñaré esa misma esperanza,
Una vez más, o si no moriré.

EL ROSTRO DEL MUNDO HA CAMBIADO, DE ELIZABETH BARRET BROWNING.

El rostro del mundo ha cambiado
desde que oí los pasos de tu alma, leves
¡oh, muy leves!, junto a mí, deslizándose
entre mí y la terrible grieta de la muerte
donde pensaba hundirme, mas fuí elevada
hacia el amor y conocí una nueva canción
para mecer las mareas de la vida.
Apuré sedienta la copa de las amarguras
que Dios, al nacer, nos regala,
A tu lado, mi amor, he loado su dulzura.
El nombre de las tierras y del cielo se mudan,
cambian según donde estés
o hayas de estar algún día.
Antes adoraba este laúd y éste canto mío,
(los ángeles bien lo saben), aún los quiero,
sólo porque tu nombre se mezcla con su ritmo.

miércoles, 19 de enero de 2011

TU MIRADA ME HACE GRANDE, DE MALDITA NEREA.

EL BESO, DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER.

(Leyenda toledana)

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad. Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.

Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.

—Con verdad —decía el jinete a su acompañante—, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
—¿Y qué queréis mi capitán? —contestóle el guía que efectivamente era un sargento aposentador—. En el alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. el convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
—En fin —exclamó el oficial—, después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba; más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será dificil según se agrupan las nubes, estaremos a cubierto y algo es algo.

Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes, precedidos del guía., siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados desiguales y oscuros.

—He aquí vuestro alojamiento —exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer algo a la tropa, echó pie a tierra, tornó al farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.

Comoquiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches. Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo. A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador, que íba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo, y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local mandó echar pie a tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.

Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada; en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que le habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra, que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.

A cualquier otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en voz alta del improvisado cuartel, el metálico golpe de las espuelas, que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.

Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid. Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo , y poco a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.

A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de su capote, a lo largo del pórtico.

II.
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan veridica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros de arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible. Los oficiales del ejército francés, que a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos; no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.

En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales era acogida con avidez entre los ociosos; así es que promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirle, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposicones.

Como era de esperar, entre los oficiles que, según tenían costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capitulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de un hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo del colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán, despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magníficdo mandoble con vaina de acero, que resonaban arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.

Apenas le vsio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño. Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación vino a para el tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos. Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:

—Y a próposito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
—Ha habido de todo —contestó el interpelado—, pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
—¡Una mujer! —repitió su interlocutor, como admirándose de la buena fortuna del recién venido—. Eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
—Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo —añadió otro de los del grupo.
—¡Oh, no! —dijo entonces el capitán—, nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
—¡Contadla! ¡Contadla! —exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán, y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos.
—Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo tal que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.

Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo. Renegando entre los dientes de la campana y del campanero que toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a afrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi una mujer arrodillada junto al altar.

Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su narración producía continuó de este modo:

—No podéis figuraros nada semejante a aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penunbra de la capilla, como esas virgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.

Su rostro, ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración; sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas lineas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando era casi un niño. ¡Castañas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia! Yo me creía juguete de una adulación, y sin quitarle un punto los ojos ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.

Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en por de si la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiéndose la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.

—Pero... —exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato—. ¿Cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
—No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de constestarme, ni verme, ni oírme.
—¿Era sorda?, ¿era ciega?, ¿era muda? —exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
—Lo era todo a la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa, porque era... de mármol.

Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura cuando había en el corro prorrumpieron a una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el única que permanecía callado y en una grave actitud:

—¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
—¡Oh no! —continuó el capitán, sin alterarse en lo más minimo por las carcajadas de sus compañeros—: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que la cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un extasis de mistico amor.
—De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
—Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura, mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
—Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantre te pasa?... diríase que esquivas la presentación, ¡ja, ja! bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
—Celoso —se apresuró a decir el capitán—, celoso de los hombres, no... mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero..., su marido sin duda... Pues bien lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necedad... si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.

Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.

—Nada, nada, es preciso que la veamos —decían los unos.
—Sí sí, es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión —añadian los otros.
—¿Cuándo nos reuniremos para echar un trago en la iglesias en que os alojáis? —exclamaron los demás.
—Cuando mejor os parezca, esta misma noche si queréis —respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos—. A propósito, con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de champagne, verdadero champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
—¡Bravo, bravo! —exclamron los oficiales a una voz prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
—¡Se beberá vino del país!
—¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
—Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
—Conque... hasta la noche.
—Hasta la noche.

III.
Ya hacia un largo rato que los pacificos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zacodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las comprometidas botellas que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.

La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos, o hacía girar con un chirrido apagado las veletas de hierro de las torres. Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles, y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.

—¡Por quien soy! —exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista—, que el local es de lo menos a propósito del mundo para una fiesta.
—Efectivamente —dijo otro—, nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
—Y con todo, hace un frío que no parece sino que estamos en la Siberia —añadió un tercero, arrebujándose en el capote.
—Calma, señores, calma —interrumpió el anfitrión—; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! —prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes—, busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.

El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña, que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica, por allá, la imagen de un santo abad, al torso de una mujer o la disconforme cabeza de un grifo asomado entre hojarasca. A los pocos minutos, una gran claridad que de improvisto se derramó por todo el ámbito de la iglesia, anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.

El capitán que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonía que hubiera hecho los de su casa, exclamó, dirigiéndose a los convidados:

—Si gustáis, pasaremos al buffet.

Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita:

—Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendrñesis conmigo en que no he exagerado su belleza.

Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios. En el fondo de una arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.

—¡En verdad que es un ángel! —exclamó uno de ellos.
—¡Lástima que sea de mármol! —añadió otro.
—No hay duda que aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
—¿Y no sabéis quién es ella? —preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
—Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido, a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba, contestó el interpelado; a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.

Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista al principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas, y sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda. A medida que las liberaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso champagne comenzaba a transtornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados en los pílares los cascos de las botellas vacías, y aquéllos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplausos o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.

El capitán bebía en silencio como un deseperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira. Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza; que sus mejillas se coloreaban, en fin como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.

Los oficiales que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido, y presentándole una copa, exclamron en coro:

—¡Vamos brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!

El joven tomó la copa, y poniendose en pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira.

—¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer, en su misma tumba, a un vencedor de Ceriñola!

Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pesos hacía el sepulcro.

—No... —prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida de la embriaguez—, no creas que te tengo rencor alguno porque vea en ti un rival... al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado... no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas... ¡toma!

Y esto diciendole ,levóle la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía le arrojó el resto a la cara, prorrumpiendo enuna carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.

—¡Capitán! —exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba—, cuidado con lo que hacéis mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5 en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.

Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia: pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:

—¿Crees que yo le hubiera dado el vino, a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca...? ¡Oh...! ¡no! yo no creo, como vosotros, que estas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente, el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
—¡Magnifico! —exclamaron sus camaradas—, bebe y prosigue.

El oficial bebió, y fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con la exaltación creciente:

—¡Miradla...! ¡Miradla...! ¿no veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes...? ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa...? ¿Queréis más realidad...?
—¡Oh!, sí, seguramente —dijo uno de los que le escuchaban—, quisiéramos que fuese de carne y hueso.
—¡Carne y hueso...! ¡Miseria, predumbre...! —exclamó el capitán—. Yo he sentido en orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirvientes como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y transtornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi mente calurosa, beber hielo y besar nieve... ; nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol...; una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscita al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh...! sí...; un beso..., sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
—¡Capitán...! —exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros—, ¿qué locura vais a hacer?, ¡basta de bromas, y dejad en paz a los muertos!

El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximóse a la estatua, pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca, y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.

Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.

En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guante de piedra.

miércoles, 12 de enero de 2011

HELADA A MEDIANOCHE, DE SAMUEL TAYLOR COLERIDGE.

La helada cumple su oficio secreto
sin auxilio del viento. Un búho vuelca
su chillido en la noche -escucha- inmensa.
Todos descansan y yo me entrego a esa
soledad que propicia el desvarío.
Tan sólo queda junto a mí, en su cuna,
el reposado sueño de mi hijo.
¡Es tan tranquilo! Tanto que turba
el pensamiento con su extremo y raro
silencio. ¡Mar, colina y arboleda,
junto a este pueblo! ¡Mar, colina y bosque
con los cotidiano de la vida,
inaudibles cual sueños! La azul llama,
quieta en el hogar, ya no tiembla;
sólo esa cinta interrumpe la calma,
agitándose aún sobre la verja.
Su meneo en la calma de esta escena
le da una semejanza con mi vida,
la toma una amigable forma cuyo
endeble flamear hace un juguete
del pensamiento y es interpretada
a su modo por el alma, que busca
en cada cosa un espejo de sí misma.

martes, 11 de enero de 2011

HESPERIA, DE H.P. LOVECRAFT.

El ocaso invernal, refulgiendo tras las agujas
Y las chimeneas medio desprendidas de esta esfera sombría,
Abre anchas puertas hacia algún año olvidado
De viejos esplendores y deseos divinos.
Futuras maravillas arden en aquellos fuegos
Llenos de aventura y sin sombra de temor;
Una hilera de esfinges señala el camino
Entre trémulos muros y torreones hacia liras distantes.

Es la tierra donde florece el sentido de la belleza,
Donde todo recuerdo inexplicado tiene su raíz,
Donde el gran río del Tiempo inicia su curso descendiendo
Por el vasto abismo en sueños de horas iluminadas por las estrellas.
Los sueños nos acercan... pero un saber antiguo
Repite que el pie humano jamás ha hollado sus secretos.

TEMO TUS BESOS, DE PERCY BYSSHE SHELLEY.

Temo tus besos, gentil doncella.
Tú no necesitas temer los míos;
Mi espíritu abrumado en el vacío,
No puede atormentar el tuyo.

Temo tu porte, tus gestos, tu razón.
Tú no necesitas temer los míos;
Es inocente la devoción y el sentido
con los que te adora mi corazón.

LO QUE NO VES, DE POL 3.14

QUIZAS OS SUENE ESTA CANCIÓN, HACE YA ALGÚN TIEMPO UNA AMIGA LA PUBLICÓ EN SU BLOG, PERO ÚLTIMAMENTE LA ESCUCHO MUCHO EN LA RADIO, Y CUANTO MÁS LA ESCUCHO, MÁS ME GUSTA.

domingo, 2 de enero de 2011

THE OTHER SIDE, DE SIRENIA.

NOCTURNA, DE ANABANTHA.

LOVE THE WAY YOU LIE, DE EMINEM Y RIHANNA.

THE FLOOD, DE TAKE THAT.

LA LÁGRIMA, DE LORD BYRON.

Cuando el amor o la amistad debieran
el alma a la ternura,
y ésta debiera aparecer sincera
en los ojos,
podrán los labios engañar fingiendo
una sonrisa seductora y falsa;
pero la prueba de emoción se muestra
en una lágrima.

Una sonrisa puede ser
un artificio que el temor encarna;
con ella puede revestirse el odio
que nos engaña;
mas yo prefiero para mí un suspiro
cuando los ojos, expresión del alma,
se oscurece por un momento
con una lágrima.

El hombre surca el desconocido Océano
con el hálito del viento que lo arrastra,
entre olas bramadoras que se alzan;
se inclina,
y en las olas tempestuosas
que terribles sobre su nave avanzan,
mira el abismo, y en sus aguas turbias
mezcla una lágrima.

En la carrera de la noble gloria,
el valiente capitán se afana
por ganar con su muerte una corona
en las batallas;
pero levanta al que postró en el suelo
y sus heridas piadoso baña,
una por una, en el sangriento campo,
con una lágrima.

Y cuando vuelve, henchido de ese orgullo
que hace latir el pecho que avasalla;
cuando teñida en enemiga sangre
cuelga su espada,
la recompensan todas sus fatigas
al abrazar a su consorte amada,
al darle un beso en sus mejillas húmedas
con una lágrima.

Dulce mansión de mi niñez perdida,
donde la sinceridad y la amistad gozaba;
donde en medio del amor vi deslizarse
las horas rápidas;
yo te dejé con un hondo sentimiento,
volví hacia ti mis últimas miradas,
y apenas puede percibir tus torres
detrás una lágrima.

Aunque no puedo repetir, como antes,
mi juramento a mi María adorada,
a la que fuera en otro tiempo
el fuego del alma,
recuerdo los felices días
en que, aún infantes, tanto me amaba,
cuando ella respondía a mis promesas
con una sencilla lágrima.

¿En otros brazos puede ser dichosa?
¿Conserva el recuerdo de su edad pasada?
Mi corazón respetará ese nombre
que tanto amaba.
Y así dije adiós a mi esperanza loca,
siempre, con una lágrima.

Cuando el imperio de la noche eterna
reclame para siempre mi alma;
cuando mi cuerpo exánime repose
bajo una lápida,
si por ventura os acercáis un día
donde mi triste sepultura se halla,
humedeced apenas mis cenizas
con una lágrima.

Yo no ambiciono el mármol, monumento
que la vanidad levanta;
manto suntuoso con que el necio orgullo
cubre su nada;
no darán sus emblemas a mi nombre
el falso orgullo ni la gloria vana;
lo que yo quiero, lo único que pido,
es una lágrima.

EL RAYO DE LUNA, DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER.

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador. Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

—¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? —preguntaba algunas veces su madre.
—No sabemos —respondían sus servidores—: acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes. Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos. Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.

Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo. En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender. ¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres en un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba:

—Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza. Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río. En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas. En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente. Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios. La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo. En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

—¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco —exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.

—¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! —dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!
—¡Ah!, por aquí, por aquí va —exclamó entonces—. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; —y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía—. Pero siguen sonando sus pisadas —murmuró otra vez;— creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada. Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.

—Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto —exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan. Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta. En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.

Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas. Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura. Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas. Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.

Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.

—No cabe duda; aquí vive mi desconocida —murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;— aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento. Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo. Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.

—¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal —ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
—En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
—Pero ¿y su hija? —interrumpió el joven impaciente—; ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?
—No tiene ninguna mujer consigo.
—¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
—¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

—Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.

¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros. ¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.

Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines. La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles. Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.

Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo. Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco. Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas. Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.

—Tú eres joven, tú eres hermoso —le decía aquélla—; ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?
—¡El amor!... El amor es un rayo de luna —murmuraba el joven.
—¿Por qué no despertáis de ese letargo? —le decía uno de sus escuderos—; os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.
—¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
—¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
—¡No! ¡No! —exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial—; no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.