miércoles, 29 de febrero de 2012

EL VAMPIRO BAILARÍN, DE ALEXANDER AFANASIEV.



En un cierto Estado de un cierto Reino, vivía un viejo con su vieja; tenían ellos una hija: Marussia. En aquel país era costumbre festejar a san Andrés apóstol: las mozas se reúnen en una isba, cuecen docetas al horno y se divierten toda la semana, a veces aún más. Y he aquí que se aguarda esa fiesta; las mozas se reunieron, prepararon y cocinaron lo necesario: a la noche llegaron los mozos con los pífanos, trajeron vino, ¡y comenzaron las danzas, los divertimentos, la zambra! Todas las mozas bailan bien, pero Marussia mejor que todas.

Algún tiempo después entró en la isba un joven, ¡una verdadera maravilla! ¡Un cutis de leche y rosa! Bien vestido, acicalado. “¡Salud, bellas mozas!”, dice. “¡Salud, bravo joven!” “¡Buena diversión!” “¡Si nos quieres favorecer, diviértete con nosotros!” En seguida sacó él una bolsita repleta de oro, mandó a comprar vino, nueces, pan de especias. En un instante todo estuvo pronto; comenzó él a ofrecer a las mozas y a los mozos, todo lo distribuyó. Luego se puso a bailar: ¡era delicioso contemplarle! Marussia le agradó más que cualquiera, siempre estaba a su lado.

Vino el momento de volverse cada uno a su casa. Dice el joven. “Ven, Marussia, acompáñame abajo”. Salió ella a acompañarle, él dice: “¡Marussia, corazoncito! ¿Quieres ser mi mujer?” “” Si me quieres, yo soy feliz. Pero tú ¿de dónde eres?” “Soy de cierto lugar, trabajo como empleado de un comerciante” Aquí se dijeron adiós y cada uno se fue por su camino. Marussia volvió a su casa, la madre le pregunta: “¿Te has divertido, hija mía?” “¡Mucho, mamita!” y quiero darte una alegría: estaba allí un buen joven venido de afuera, hermoso y colmado de monedas; ha prometido desposarme. “Escucha, Marussia: mañana, cuando vayas con las mozas, lleva contigo un ovillo de hilo: cuando le acompañes a la cancela, átaselo con un nudito a un botín, y suelta despacio el ovillo, que luego siguiendo el hilo sabrás dónde vive”.

Al día siguiente Marussia fue a la fiesta y llevó consigo el ovillo de hilo. Llega de nuevo el bravo joven: “¡Salud, Marussia!” “Salud.” Comenzaron los juegos, las danzas; él se pega siempre más a Marussia, no se aleja un paso. Es hora de volver a casa. “¡Acompáñame, Marussia!”, dice el huésped. Ella fue al camino, comenzó a saludarle, y despacito le ató el nudo al botón; se va él por el camino, y ella firme desenrolla el ovillo: lo desenrolla todo y luego corre a ver dónde vivía su prometido. Al principio el hilo seguía el camino, luego se tendió a través de una empalizada en medio de las fosas conduciendo a Marussia derecho a la iglesia, a su portal grande. Marussia prueba; el portal está cerrado, da la vuelta a la iglesia, encontró una escalera, la apoyó en una ventana y encaramose a mirar lo que sucedía ahí dentro. Sube, mira: su prometido está sobre el ataúd, comiéndose al muerto; aquella noche un cadáver estaba expuesto en la iglesia. Ella quiso bajar despacito por la escalera, pero por el miedo no puso atención y dio un golpe; huyó a su casa, le parecía ser perseguida; ¡llegó media muerta!

Por la mañana la madre le pregunta: “Bueno, Marussia, ¿has visto al joven? “¡Sí, mamita!” Pero no cuenta lo que ha visto. En su casa Marussia está dubitativa: ¿debe ir a la fiesta, o no? “Ve”, dice la madre, “¡diviértete mientras seas joven!” Ella va a la fiesta, y allí está el maligno. Reanudan los juegos, la risa, las danzas; ¡las mozas no se dan cuenta de nada! Cuando empiezan a dispersarse hacia sus casas, dice el maligno: “¡Marussia! Ven, acompáñame” ella no va, tiene miedo. Entonces todas las mozas se precipitan sobre ella: “¿Qué te sucede? ¿Acaso tienes vergüenza? ¡Ve, acompaña al bravo joven!” no había nada que hacer, fue: ¡sea lo que Dios quiera! Apenas salidos al camino, él le pregunta: “¿Estuviste ayer en la iglesia?” “¡No!” “¡Bien, mañana morirá tu padre!” Dijo, y desapareció.

Marussia llegó a su casa triste y afligida; a la mañana se despertó: su padre yace muerto. Lloraron por él, y lo pusieron en el ataúd; a la noche la madre se fue a lo del pope, y Marussia quedose en casa; tiene miedo de estar sola. “¡Iré a lo de mis amigas!”, piensa. Llega y el maligno allí está. “¡Salud, Marussia! ¿Por qué estás triste?”, le preguntan las mozas. “¿Cómo quieres que esté alegre? Ha muerto mi padre” “¡Oh, pobrecita!” todas se afligen por ella; él también se aflige, el maldito, como si no fuera obra suya. Comienzan a saludarse, ha dispersarse hacia sus casas. “Marussia”, dice él, “acompáñame”. Ella no quiere. “Vamos, anda, pequeña, ¿qué temes?” ¡Acompáñale!, insisten las mozas. Fue a acompañarle, salen al camino. “Dime, Marussia, estuviste en la iglesia” “¡No!” “¿Has visto lo que hacía?” “¡No!” “Bien, ¡mañana morirá tu madre!” Dijo y desapareció.

Marussia regresa a su casa aún más desolada; pasó la noche; a la mañana se despertó: la madre yacía muerta. Todo el día llora ella; y he aquí que el sol tramontó; a su alrededor comenzó a observar; Marussia tiene miedo de estar sola; fue a lo de las amigas. “¡Salud! ¿Qué te sucede? ¡Tienes una cara espectral!”, dicen las mozas. “¿Cómo queréis que esté alegre? Ayer murió mi padre, hoy mi madre.” “¡Pobrecita, desdichada!”, la compadecen todas. Llega el momento de decirse adiós. “Marussia, acompáñame”, dice el maligno. Salió a acompañarle. “Dime, ¿estuviste en la iglesia?” “¡No!” “¿Y has visto lo que hacía?” “¡No!” “Bien, ¡mañana por la noche morirás tú misma!” Marussia pasó la noche con las amigas, a la mañana despertó, y piensa: ¿qué hacer? Se acordó que tenía una abuela vieja archivieja, ciega de tan decrépita que era. “Iré a pedirle consejo a ella”.

Fue a lo de la abuela. “¡Salud, abuelita!” “¡Salud, nietita! ¿Cómo estás? ¿Cómo estan tu padre y tu madre?” “¡Han muerto, abuelita!”, y le contó todo lo que había sucedido. La vieja la escucha, luego dice: “¡Ah, pobrecita! Ve pronto a lo del pope, pídele que si tú mueres, cave un hoyo a través del umbral, y que te saque de la isba no por la puerta sino a través de ese agujero; y pídele también que te entierren en un cuadrivio, allí donde se cruzan los caminos.” Marussia fue a lo del pope, y llorando cálidas lágrimas le pide que haga todo como la abuela le instruyera; regresó a su casa, compró el ataúd, se tendió en él, y enseguida murió. Y he aquí que se lo hicieron saber al sacerdote; él enterró primero al padre y a la madre de Marussia, y luego también a ella. La sacaron por debajo del umbral, y la enterraron en un cuadrivio.

Pronto le sucede al hijo de un boyardo pasar junto a la tumba de Marussia; mira: sobre la tumba crece una florecilla maravillosa, como él no había nunca visto. Dice el señor a su siervo: “Ve y toma esa flor con toda la raíz; la llevaremos a casa y la plantaremos en un tiesto: ¡así florecerá para nosotros!”. Recogieron la flor, y se la llevaron a su casa, la plantaron en un tiesto de terracota y la pusieron en la ventana. La florecilla comenzó a crecer, a hacerse hermosa. Una noche que el siervo no podía dormir, miró hacia la ventana y vio una cosa milagrosa: de improviso la florecilla comenzó a oscilar, cayó del tallo, fue a dar al suelo y convirtiose en una bella moza; ¡la florecilla era bella, pero la moza aún más! Entró ella en el aposento, se procuró de beber y comer, saciose el hambre y la sed, se echo al piso, tomó a ser una florecilla como antes, se encarnó a la ventana y se volvió al tallo.

Al día siguiente el siervo contó a su amo el milagro que había visto durante la noche. “Ah, hermano, ¿por qué no me despertaste? Esta noche haremos guardia los dos”. Baja la noche, ellos no duermen: aguardan. A las doce en punto la florecilla comenzó a moverse, a sacudirse de uno a otro lado, cayó luego a tierra, y apareció una bella moza, se buscó de beber y comer, sentose y cenó. Corrió el amo, la tomó de las blancas manos y la llevó a su cámara; no termina de contentarse de mirarla, de contemplar cuán bella es. A la mañana, dice al padre y a la madre: “Permitidme casar; he encontrado una novia”. Los progenitores dieron el consentimiento. Dice Marussia: “Me casaré contigo, pero con un pacto: no ir a la iglesia durante cuatro años”, “¡Está bien!”.

Y he aquí que se desposaron; vivieron juntos un año y dos, y engendraron un hijo. Una vez llegaron a su casa unos huéspedes; hubo diversión, bebieron, y comenzaron a vanagloriarse de sus mujeres, uno la tenía hermosa, otro más aún. “Sea como querráis”, dice el amo, “¡pero más bella que mi mujer en el mundo no hay!” “¡Es bella, sí, pero no está bautizada!”, responden los huéspedes. “¿Por qué lo decís?” “Sí, no va a la iglesia”. Ese discurrir pareció ofender al marido; esperó el domingo y ordenó a la mujer vestirse para la misa. “¡No quiero!”. “¡Arréglate en seguida!” Se prepararon y fueron a la iglesia: el marido entra, y no ve nada, pero ella observó: en la ventana estaba el maligno. “¡Ah, con que estáis aquí! Recuerda las cosas pasadas: ¿fuiste a la iglesia aquella noche?”. “¡No!” “¡Bueno, mañana se te morirán hijo y marido!”.

Marussia corrió derecho de la iglesia a la casa de su vieja abuela. Ella le dio una botella de agua bendita y otra de agua de vida, y le dijo cómo obrar. Al día siguiente se le murieron marido e hijo a Marussia; y el maligno llega y le pregunta. “Dime, ¿estuviste en la iglesia?” “Sí”. “¿Y viste lo que hice?” “¡Te comiste el muerto!” dijo, pero como le roció por encima el agua bendita, aquel se deshizo en polvo. Luego roció el agua de vida sobre el marido y el hijo, y en seguida resucitaron; y desde entonces no conocieron dolores ni separaciones, sino que vivieron juntos, por largo tiempo y dichosos.

martes, 28 de febrero de 2012

NO HACE MUCHO,,, DE EDGAR ALLAN POE.


No hace mucho, el autor de estas líneas
afirmaba, con loca vanidad intelectual,
«el poder de las palabras», y descartaba
que en el cerebro humano hubiesen
pensamientos ajenos al reino de la lengua.
Ahora, como burlándose de tal jactancia,
dos palabras -dos suaves bisílabos extraños
de ecos italianos, labrados sólo para los labios
de ángeles que, bajo la luna, sueñan «en rocío
que pende del Hermón como perlas hilvanadas»-
han emergido de los abismos de su corazón, como
increíbles pensares que son el alma del pensamiento,
como visiones más ricas, más rústicas y divinas
que cuantas Israfel, el serafín del arpa («aquel que,
de todas las criaturas de Dios, tiene la voz más dulce»),
pudiera articular. ¡Y se han roto mis hechizos!
Impotente, la pluma cae de mi mano temblorosa.
Si el texto ha de ser, como me pides, tu dulce nombre,
no puedo escribir, no puedo hablar o pensar,
ay, ni sentir; pues no creo que sea un sentimiento
esta inmovilidad que me ata frente al dorado
portal de los sueños abierto de par en par,
con la mirada absorta en la espléndida visión,
extasiado y conmovido al comprobar que a un lado
y a otro, a lo largo y ancho,
entre vapores púrpuras, y aún más allá
de donde acaba el paisaje... sólo estás tú.

domingo, 26 de febrero de 2012

AIRE FRÍO, DE H. P. LOVECRAFT.


Me piden que explique por qué temo las corrientes de aire frío, por qué tiemblo más que otros al entrar en una habitación fría. Parece como si sintiera náuseas y repulsión cuando el fresco viento del ocaso se desliza entre la calurosa atmósfera de un apacible día otoñal. Según algunos, reacciono frente al frío como otros lo hacen frente a los malos olores, impresión que no negaré. Lo que haré es referir el caso más espeluznante que me ha sucedido, para que ustedes juzguen en consecuencia si constituye o no una razonada explicación de esta particularidad.

Es una equivocación creer que el horror se asocia íntimamente con la oscuridad, el silencio y la soledad. Yo lo sentí en plena tarde, en pleno ajetreo de la gran urbe y en medio del bullicio propio de una destartalada y modesta pensión, en compañía de una prosaica patrona y dos fornidos hombres. En la primavera de 1923 había conseguido un trabajo rutinario y mal pago en una revista de la ciudad de Nueva York; y viéndome imposibilitado de pagar un sustancioso alquiler, me mudé de una pensión barata a otra que reuniera las cualidades mínimas limpieza, un mobiliario decente y un precio lo más razonable posible. Pronto comprobé que no quedaba más remedio que elegir entre soluciones malas, pero tras algún tiempo recalé en una casa situada en la calle Catorce Oeste que me desagradó bastante menos que las otras en que me había alojado hasta entonces.

El lugar en cuestión era una mansión de piedra rojiza de cuatro pisos, que debía datar de finales de la década de 1840, y provista de mármol, cuyo herrumboso y descolorido esplendor era muestra de la exquisita opulencia que debió tener en otras épocas. En las habitaciones, amplias y de techo alto, empapeladas con el peor gusto, había un persistente olor a humedad y a dudosa cocina. Pero los suelos estaban limpios, la ropa de cama podía pasar y el agua caliente apenas se cortaba o enfriaba, de forma que llegué a considerarlo como un lugar cuando menos soportable para hibernar hasta el día en que pudiera volver realmente a vivir. La patrona, una desaliñada y casi barbuda mujer española apellidada Herrero, no me importunaba con habladurías ni se quejaba cuando dejaba encendida la luz hasta altas horas en el vestíbulo de mi tercer piso; y mis compañeros de pensión eran tan pacíficos y poco comunicativos como desearía, tipos toscos, españoles en su mayoría, apenas con el menor grado de educación. Sólo el estrépito de los coches que circulaban por la calle constituía una auténtica molestia.

Llevaría allí unas tres semanas cuando se produjo el primer extraño incidente. Una noche, a eso de las ocho, oí como si cayeran gotas en el suelo y de repente advertí que llevaba un rato respirando el acre olor característico del amoníaco. Tras echar una mirada a mi alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteaba; la humedad procedía, al parecer, de un ángulo de la fachada que daba a la calle. Deseoso de cortarla en su origen, me dirigí apresuradamente a la planta baja para decírselo a la patrona, quien me aseguró que el problema se solucionaría de inmediato.

-El doctor Muñoz- dijo en voz alta mientras corría escaleras arriba delante de mí -, ha debido derramar algún producto químico. Está demasiado enfermo para cuidar de sí mismo, cada día que pasa está más enfermo, pero no quiere que nadie lo asista. Tiene una enfermedad muy extraña. Todo el día se lo pasa tomando baños de un olor espantoso y no puede excitarse ni acalorarse. El mismo se hace la limpieza; su pequeña habitación está llena de botellas y de máquinas, y no ejerce de médico. Pero en otros tiempos fue famoso, mi padre oyó hablar de él en Barcelona, y no hace mucho le curó al fontanero un brazo que se había herido en un accidente. Jamás sale. Todo lo más se le ve de vez en cuando en la terraza, y mi hijo Esteban le lleva a la habitación la comida, la ropa limpia, las medicinas y los preparados químicos. ¡Dios mío, hay que ver la sal de amoníaco que gasta ese hombre para estar siempre fresco!

La señora Herrero desapareció por la escalera, y yo volví a mi habitación. El amoníaco dejó de gotear y, mientras recogía el que se había vertido y abría la ventana para que entrase el aire, oí arriba los macilentos pasos de la patrona. Nunca había oído hablar al doctor Muñoz, a excepción de ciertos sonidos que parecían más bien propios de un motor de gasolina. Su andar era calmo y apenas perceptible. Por unos instantes me pregunté qué extraña dolencia podía tener aquel hombre, y si su obstinada negativa a cualquier auxilio proveniente del exterior no sería sino el resultado de una extravagancia sin fundamento aparente. Hay, se me ocurrió pensar, un tremendo pathos en el estado de aquellas personas que en algún momento de su vida han ocupado una posición alta y posteriormente la han perdido.

Tal vez no hubiera nunca conocido nunca al doctor Muñoz, de no haber sido por el ataque al corazón que de repente sufrí una mañana mientras escribía en mi habitación. Los médicos me habían advertido del peligro que corría si me sobrevenían tales accesos, y sabía que no había tiempo que perder. Así pues, recordando lo que la patrona había dicho acerca de los cuidados prestados por aquel enfermo al obrero herido, me arrastré como pude hasta el piso superior y llamé débilmente a la puerta. Mis golpes fueron contestados en buen inglés por una extraña voz, situada a cierta distancia a la derecha de la puerta, que preguntó cuál era mi nombre y el objeto de mi visita; aclarados ambos puntos, se abrió la puerta contigua a la que yo había llamado.

Un soplo de aire frío salió a recibirme a manera de saludo, y aunque era uno de esos días calurosos de finales de junio, me puse a tiritar al traspasar el umbral de una amplio cuarto, cuya elegante decoración me sorprendió. Una cama plegable desempeñaba ahora su diurno papel de sofá, y los muebles de caoba, lujosas cortinas, antiguos cuadros y añejas estanterías hacían pensar más en el estudio de un señor de buena crianza que en la habitación de una casa de huéspedes. Pude ver que el vestíbulo que había encima del mío, llena de botellas y máquinas a la que se había referido la dueña, no era sino el laboratorio del doctor, y que la principal habitación era la espaciosa pieza contigua a éste cuyos confortables nichos y amplio cuarto de baño le permitían ocultar todos los aparadores y engorrosos ingenios utilitarios. El doctor Muñoz, no cabía duda, era todo un caballero culto y refinado.

La figura que tenía ante mí era de estatura baja pero extraordinariamente bien proporcionada, y llevaba un traje formal. Un rostro de nobles facciones, de expresión firme aunque no arrogante, adornada por una recortada barba de color gris metálico, y unos anticuados quevedos que protegían unos oscuros y grandes ojos coronando una nariz aguileña, conferían un toque moruno a una fisonomía por lo demás predominante celtibérica. El abundante y bien cortado pelo, que era prueba de puntuales visitas al barbero, estaba partido con gracia por una raya encima de su respetable frente. Su aspecto general sugería una inteligencia fuera de lo corriente y una crianza y educación excelente.

No obstante, al ver al doctor Muñoz en medio de aquella ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que nada en su aspecto podía justificar. Sólo la palidez de su tez y la extrema frialdad de su tacto podrían haber proporcionado un fundamento físico para semejante sensación, e incluso ambos defectos eran excusables habida cuenta de la enfermedad que padecía aquel hombre. Mi desagradable impresión pudo deberse a aquel extraño frío, pues no tenía nada de normal en un día tan caluroso, y lo anormal suscita siempre aversión, desconfianza y miedo.

Pero la repugnancia cedió ante la admiración, pues las extraordinarias dotes de aquel singular médico se pusieron al punto de manifiesto a pesar de aquellas heladas y temblorosas manos por las que parecía no circular sangre. Le bastó una mirada para saber lo que me pasaba, siendo sus auxilios de una destreza magistral. Al tiempo, me tranquilizaba con una voz finamente modulada, aunque hueca y carente de todo timbre, diciéndome que él era el más implacable enemigo de la muerte, y que había gastado su fortuna personal y perdido a todos sus amigos por dedicarse toda su vida a extraños experimentos para hallar la forma de detener y extirpar la muerte. Algo de benevolente fanatismo parecía advertirse en aquel hombre, mientras seguía hablando en un tono casi locuaz al tiempo que me auscultaba el pecho y mezclaba las drogas que había cogido de la pequeña habitación destinada a laboratorio hasta conseguir la dosis debida. Evidentemente, la compañía de un hombre educado debió parecerle una rara novedad en aquel miserable antro, de ahí que se lanzara a hablar más de lo acostumbrado a medida que rememoraba tiempos mejores.

Su voz tenía un efecto sedante; y ni siquiera pude percibir su respiración mientras las fluidas frases salían con exquisito esmero de su boca. Trató de distraerme de mis preocupaciones hablándome de sus teorías y experimentos, y recuerdo con qué tacto me consoló acerca de mi frágil corazón insistiendo en que la voluntad y la conciencia son más fuertes que la vida orgánica. Decía que si lograba mantenerse saludable y en buen estado el cuerpo, se podía, mediante la ciencia de la voluntad y la conciencia, conservar una especie de vida nerviosa, cualesquiera que fuesen los graves defectos, disminuciones o incluso ausencias de órganos específicos que se sufrieran. Algún día, me dijo medio en broma, me enseñaría cómo vivir, o al menos a llevar una cierta existencia consciente ¡sin corazón! Por su parte, sufría de una serie dolencias que le obligaban a seguir un régimen muy estricto, que incluía la necesidad de estar expuesto constantemente al frío. Cualquier aumento apreciable de la temperatura podía, caso de prolongarse, afectarle fatalmente; y había logrado mantener el frío que reinaba en su estancia, de unos 11 a 12 grados, gracias a un sistema absorbente de enfriamiento por amoníaco, cuyas bombas eran accionadas por el motor de gasolina que con tanta frecuencia oía desde mi habitación situada justo debajo.

Recuperado del ataque en un tiempo extraordinariamente breve, salí de aquel lugar helado convertido en ferviente discípulo y devoto del genial recluso. A partir de ese día, le hice frecuentes visitas siempre con el abrigo puesto. Le escuchaba atentamente mientras hablaba de investigaciones y resultados casi escalofriantes, y un estremecimiento se apoderó de mí al examinar los singulares y sorprendentes volúmenes antiguos que se alineaban en las estanterías de su biblioteca. Debo añadir que me encontraba ya casi completamente curado de mi dolencia, gracias a sus acertados remedios. Al parecer, el doctor Muñoz no desdeñaba los conjuros de los medievalistas, pues creía que aquellas fórmulas crípticas contenían raros estímulos psicológicos que bien podrían tener efectos indecibles sobre la sustancia de un sistema nervioso en el que ya no se dieran pulsaciones orgánicas. Me impresionó lo que me contó del anciano doctor Torres, de Valencia, con quien realizó sus primeros experimentos y que le atendió a él en el curso de la grave enfermedad que padeció 18 años atrás, y de la que procedían sus actuales trastornos, al poco tiempo de salvar a su colega, el anciano médico sucumbió víctima de la gran tensión nerviosa a que se vió sometido.

A medida que transcurrían las semanas, observé con dolor que el aspecto físico de mi amigo iba desmejorándose, lenta pero irreversiblemente, tal como me había dicho la señora Herrero. Se intensificó el lívido aspecto de su semblante, su voz se hizo más hueca e indistinta, sus movimientos musculares perdían coordinación y su cerebro y voluntad desplegaban menos flexibilidad e iniciativa. El doctor Muñoz parecía darse perfecta cuenta del empeoramiento, y poco a poco su expresión y conversación fueron adquiriendo un matiz de horrible ironía que me hizo recobrar algo de la indefinida repugnancia que experimenté al conocerle. El doctor Muñoz adquirió con el tiempo extraños caprichos, aficionándose a las especias exóticas y al incienso egipcio, hasta el punto de que su habitación se impregnó de un olor semejante al de la tumba de los faraones. Al mismo tiempo, su necesidad de aire frío fue en aumento, y, con mi ayuda, amplió los conductos de amoníaco de su habitación y transformó las bombas y sistemas de alimentación de la máquina de refrigeración hasta lograr que la temperatura descendiera a un punto entre uno y cuatro grados, y, finalmente, incluso a dos bajo cero; el cuarto de baño y el laboratorio conservaban una temperatura algo más alta, a fin de que el agua no se helara y pudieran darse los procesos químicos. El huésped que habitaba en la habitación contigua se quejó del aire glacial que se filtraba a través de la puerta de comunicación, así que tuve que ayudar al doctor a poner unos tupidos cortinajes para solucionar el problema. Una especie de creciente horror, desmedido y morboso, pareció apoderarse de él. No cesaba de hablar de la muerte, pero estallaba en sordas risas cuando, en el curso de la conversación, se aludía con suma delicadeza a cosas como los preparativos para el entierro o los funerales.

Con el tiempo, el doctor acabó convirtiéndose en una desconcertante y desagradable compañía. Pero, en mi gratitud por haberme curado, no podía abandonarle en manos de los extraños que le rodeaban, así que tuve buen cuidado de limpiar su habitación y atenderle en sus necesidades cotidianas. Asimismo, le hacía sus compras, aunque no salía de mi estupor ante algunos de los artículos que me encargaba comprar en las farmacias y almacenes de productos químicos.

Una creciente e indefinible atmósfera de pánico parecía desprenderse de su cuarto. La casa entera, como ya he dicho, despedía un olor a humedad; pero el olor de las habitaciones del doctor Muñoz era aún peor, y, no obstante las especias, el incienso y el acre, perfume de los productos químicos de los ahora incesantes baños (que insistía en tomar sin asistencia), comprendí que aquel olor debía guardar relación con su enfermedad, y me estremecí al pensar cual podría ser. La señora Herrero se santiguaba cada vez que se cruzaba con él, y finalmente lo abandonó por entero en mis manos, no dejando siquiera que su hijo Esteban siguiese haciéndole los recados. Cuando yo le sugería la conveniencia de avisar a otro médico, el paciente montaba en cólera. Temía sin duda el efecto físico de una violenta emoción, pero su voluntad y coraje crecían en lugar de menguar, negándose a acostarse. La lasitud de los primeros días de su enfermedad dio paso a un retorno de su vehemente ánimo, hasta el punto de que parecía desafiar a gritos al demonio de la muerte aun cuando corriese el riesgo de que el tradicional enemigo se apoderase de él. Dejó prácticamente de comer, algo que curiosamente siempre dio la impresión de ser una formalidad en él, y sólo la energía mental que le restaba parecía librarle del colapso definitivo.

Adquirió la costumbre de escribir largos documentos, que sellaba con cuidado y llenaba de instrucciones para que a su muerte los remitiera yo a sus destinatarios. Estos eran en su mayoría de las Indias Occidentales, pero entre ellos se encontraba un médico francés famoso en otro tiempo y al que ahora se daba por muerto, y del que se decían las cosas más increíbles. Pero lo que hice en realidad, fue quemar todos los documentos antes de enviarlos o abrirlos. El aspecto y la voz del doctor Muñoz se volvieron absolutamente espantosos y su presencia casi insoportable. Un día de septiembre, una inesperada mirada suscitó una crisis epiléptica en un hombre que había venido a reparar la lámpara eléctrica de su mesa de trabajo, ataque éste del que se recuperó gracias a las indicaciones del doctor mientras se mantenía lejos de su vista. Aquel hombre, harto sorprendentemente, había vivido los horrores de la gran guerra sin sufrir tamaña sensación de terror.

Un día, a mediados de octubre, sobrevino el horror de los horrores de forma repentina. Una noche se rompió la bomba de la máquina de refrigeración, por lo que pasadas tres horas resultó imposible mantener el proceso de enfriamiento del amoníaco. El doctor Muñoz me avisó dando golpes en el suelo, y yo hice lo imposible por reparar la avería, mientras mi vecino no cesaba de lanzar imprecaciones. Mis esfuerzos resultaron inútiles; y cuando al cabo de un rato me presenté con un mecánico de un garaje nocturno cercano, comprobamos que nada podía hacerse hasta la mañana siguiente, pues hacía falta un nuevo pistón. La rabia y el pánico del moribundo ermitaño adquirieron proporciones grotescas, dando la impresión de que fuera a quebrarse lo que quedaba de su debilitado físico, hasta que en un momento dado un espasmo le obligó a llevarse las manos a los ojos y precipitarse hacia el cuarto de baño. Salió de allí a tientas con el rostro fuertemente vendado y ya no volví a ver sus ojos.

El frío reinante en la estancia empezó a disminuir de forma apreciable y a eso de las cinco de la mañana el doctor se retiró al cuarto de baño, al tiempo que me encargaba le procurase todo el hielo que pudiera conseguir en las tiendas y cafeterías abiertas durante la noche. Cada vez que regresaba de alguna de mis desalentadoras correrías y dejaba el botín delante de la puerta cerrada del baño, podía oír un incansable chapoteo dentro y una voz ronca que gritaba ¡Más! ¡Más!. Finalmente, amaneció un caluroso día, y las tiendas fueron abriendo una tras otra. Le pedí a Esteban que me ayudara en la búsqueda del hielo mientras yo me encargaba de conseguir el pistón. Pero, siguiendo las órdenes de su madre, el muchacho se negó en redondo.

En última instancia, contraté los servicios de un haragán, a fin de que le subiera al paciente hielo de una pequeña tienda, mientras yo me entregaba con la mayor diligencia a la tarea de encontrar un pistón para la bomba y conseguir los servicios de unos obreros competentes que lo instalaran. La tarea parecía interminable, y casi llegué a desalentarme al ver cómo transcurrían las horas yendo de acá para allá sin aliento y sin ingerir alimento alguno. Serían las doce cuando muy lejos del centro encontré un almacén de repuestos donde tenían lo que buscaba, y aproximadamente hora y media después llegaba a la pensión con el instrumental necesario y dos fornidos y avezados mecánicos. Había hecho todo lo que estaba en mi mano, y sólo me quedaba esperar que llegase a tiempo.

Sin embargo, un indecible terror me había precedido. La casa estaba totalmente alborotada, y por encima del incesante parloteo de las voces pude oír a un hombre que rezaba con voz profunda. Algo diabólico flotaba en el ambiente, y los huéspedes pasaban las cuentas de sus rosarios al llegar hasta ellos el olor que salía por debajo de la atrancada puerta del doctor. Al parecer, el tipo que había contratado salió precipitadamente dando histéricos alaridos al poco de regresar de su segundo viaje en busca de hielo: quizá se debiera todo a un exceso de curiosidad. En la precipitada huida no pudo, desde luego, cerrar la puerta tras de sí; pero lo cierto es que estaba cerrada y, a lo que parecía, desde el interior. Dentro no se oía el menor ruido, salvo un indefinible goteo lento y espeso.

Tras consultar brevemente con la dueña y los obreros, no obstante el miedo que me tenía atenazado, opiné que lo mejor sería forzar la puerta; pero la patrona halló el modo de hacer girar la llave desde el exterior sirviéndose de un artilugio de alambre. Con anterioridad, habíamos abierto las puertas del resto de las habitaciones de aquel ala del edificio, y otro tanto hicimos con todas las ventanas. A continuación, y protegidas las narices con pañuelos, penetramos temblando de miedo en la hedionda habitación del doctor que, orientada al mediodía, abrasaba con el caluroso sol de primeras horas de la tarde.

Una especie de rastro oscuro y viscoso llevaba desde la puerta abierta del cuarto de baño a la puerta de vestíbulo, y desde aquí al escritorio, donde se había formado un horrible charco. Encima de la mesa había un trozo de papel, garrapateado a lápiz por una repulsiva y ciega mano, terriblemente manchado, también, al parecer, por las mismas garras que trazaron apresuradamente las últimas palabras. El rastro llevaba hasta el sofá en donde finalizaba inexplicablemente.

Lo que había, o hubo, en el sofá es algo que no puedo ni me atrevo a decir aquí. Pero esto es lo que, en medio de un estremecimiento general, descifré del embardunado papel, antes de sacar una cerilla y prenderla fuego, lo que conseguí descifrar aterrorizado mientras la patrona y los dos mecánicos salían disparados de aquel infernal lugar hacia la comisaría más próxima para balbucear sus incoherentes historias. Las nauseabundas palabras resultaban poco menos que increíbles en aquella amarillenta luz solar, con el estruendo de los coches y camiones que subían calle, pero debo confesar que en aquel momento creí lo que decían. Si las creo ahora es algo que sinceramente ignoro. Hay cosas acerca de las cuales es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que no soporto el olor a amoníaco y que me siento desfallecer ante una corriente de aire excesivamente frío.

-Ha llegado el final- rezaban aquellos hediondos garabatos- No queda hielo... El hombre ha lanzado una mirada y ha salido corriendo. El calor aumenta por momentos, y los tejidos no pueden resistir. Me imagino que lo sabe... lo que dije sobre la voluntad, los nervios y la conservación del cuerpo una vez que han dejado de funcionar los órganos. Como teoría era buena, pero no podía mantenerse indefinidamente. No conté con el deterioro gradual. El doctor Torres lo sabía, pero murió de la impresión. No fue capaz de soportar lo que hubo de hacer: tuvo que introducirme en un lugar extraño y oscuro, cuando hizo caso a lo que le pedía en mi carta, y logró curarme. Los órganos no volvieron a funcionar. Tenía que hacerse a mi manera pues, ¿comprende?, yo fallecí en aquel entonces, hace ya dieciocho años.
             

viernes, 24 de febrero de 2012

TITANIUM, DE DAVID GUETTA CON SIA.

POR MUCHAS TRABAS QUE ME PONGA LA VIDA Y POR MUCHAS VECES QUE CAIGA SIEMPRE ME LEVANTARÉ Y SEGUIRÉ MIRANDO AL FRENTE CON LA CABEZA ALTA,,, HASTA MI ÚLTIMO ALIENTO,,, AUNQUE YO NO SEA DE TITANIO, NI A PRUEBA DE BALAS.

jueves, 23 de febrero de 2012

LA BRUJA, DE MARY ELIZABETH COLERIDGE.


He caminado mucho sobre la nieve,
no soy alta ni mi corazón fuerte.
Mis ropas están mojadas,
y mis dientes se estremecen,
el camino ha sido largo
por el penoso sendero crujiente.
He vagado sobre la exuberante Tierra,
pero nunca he venido aquí antes.
¡Oh, levantádme sobre el Umbral
y dejádme ante la Puerta!

El filo del viento es un enemigo cruel,
no me atrevo a pararme en la tempestad.
Mis manos son de piedra,
y mi voz se lamenta.
Lo peor de la muerte ha pasado,
pero aún soy una pequeña dama.
Mis delicados pies se han llagado,
y en blancas heridas sangrado.
¡Oh, levantádme sobre el Umbral
y dejádme ante la Puerta!

Su voz era la voz que la mujeres tienen
rogando por un deseo del corazón.
Ella vino.
Ella llegó,
y la llama temblando,
hundiéndose en el fuego
finalmente murió.
Nunca más en mi alma se encendió,
desde que me agité en el suelo,
levantándola sobre el Umbral,
y dejándola ante la Puerta.

A LA MUERTE, DE AMY LEVI.

 



Si dentro de mi corazón hay hastío,
Si la llama de la poesía
Y el fuego del amor se hace frío,
Lacera mi carne sin cortesía.

Rápido, sin pausa ni demora;
No dejes el campo de mi vida sobre el huerto
Con la ceniza de los sentimientos muertos,
Deja que mi canto fluya con ternura.

lunes, 20 de febrero de 2012

OCEANUS, DE H. P. LOVECRAFT.


A veces me detengo en la orilla,
donde las penas vierten sus flujos,
y las aguas turbulentas suspiran y se quejan
de secretos incontables.

Desde las simas profundas de valles sin nombres,
y desde colinas y llanuras que ningún mortal ha hollado,
la mística marejada y el áspero oleaje
sugieren como taumaturgos malditos
un millar de horrores, henchidos por el temor
que ya contemplaron épocas hace tiempo olvidadas.

¡Oh vientos salados que tristemente barréis
las desnudas regiones abisales;
Oh pálidas olas salvajes, que recordáis
El caos que la Tierra ha dejado tras de sí;
Una sola cosa os pido:
Guardad por siempre oculto vuestro antiguo saber!

domingo, 19 de febrero de 2012

AL ESPÍRITU DE LA PRIMAVERA, DE DYLAN THOMAS.


Y dije al llegar la primavera,
No continúes oculto en los coloreados árboles,
Dulcemente sacude tu cabeza
Con la espuma de floreados mares.

Y tú te alzaste de las profundidades de la hierba
Que susurraba con el viento y lloraba,
Diciendo que deberías dejar pasar los gélidos mares,
Buscando tus pétalos que todavía dormían.

Y yo olvidé la espuma inmóvil y la arena,
Indolente con el brillo de las horas
Entre los árboles mudos. Y, mano sobre mano,
Extrañamente, entre las flores cantamos.

TEMPLE OF LOVE, DE ENIGMA.

UNA MÚSICA MUY RELAJANTE Y UN VIDEO CON PRECIOSAS ILUSTRACIONES!!!

viernes, 17 de febrero de 2012

EL LAGO, DE EDGAR ALLAN POE.


En la remota primavera de mi vida, jubilosa primavera,
dirigí mi paso errante a una mágica ribera.
La ribera solitaria, la ribera silenciosa
de un perdido lago ignoto que circundan y oscurecen
las negras rocas
y espigados pinos que las auras estremecen.
Pero cuando allí la noche arroja su manto fúnebre
y el místico y trémulo viento de su melodía,
entonces, ¡oh!, entonces quiere despertar de su aflicción
por el terror del lago triste, despertar el alma mía.

Y ese horror que habitaba en mi espíritu satisfecho;
hoy, ni las joyas ni el afán de riqueza,
como antes, llevarán mi pensammiento a contemplarlo,
ni el amor, por más que fuese el amor de tu belleza.
La muerte estaba en el fondo de la ola ponzoñosa,
y una tumba en lo más hondo, pérfidamente adornada
para quien hubiera dado tregua a su amargura,
un descanso, a los dolores de su espíritu afligido,
y en un Edén transformado
el perdido lago ignoto, lago triste y escondido.

miércoles, 15 de febrero de 2012

GLORIA Y AMOR, DE JOSÉ AMADOR DE LOS RÍOS.


En insaciable sed de amor y gloria,
ardió mi pecho en juventud florida;
luché y la noble palma apetecida
puso en mis sienes la inmortal victoria.

Negra fue en cambio del amor la historia;
que el alma triste de su dardo herida,
una esperanza y mil lloró perdida,
en vez del oro hallando vil escoria.

La nieve empieza a coronar mi frente,
y encendido por ti, de amor abrigo
dentro del corazón volcán rugiente.

Gloria y amor gozar quiero contigo;
mas si la pura fe tu labio miente,
amor y gloria, cual Satán, maldigo.

martes, 14 de febrero de 2012

¡¡¡FELIZ SAN VALENTIN!!!

HOY ES EL DÍA DE LOS ENAMORADOS,,, Y PARA TODO AQUEL QUE ESTÉ ENAMORADO QUISIERA DARLE MI MÁS SINCERA FELICITACIÓN.
AUNQUE EN OCASIONES UNO NO SEA CORRESPONDIDO,,,, ESTA CLARO QUE EN EL AMOR, EN OCASIONES, TODO ES TRISTE,,, PERO TRISTE Y TODO ES LO MEJOR QUE EXISTE,,, ES EL SENTIMIENTO MÁS NOBLE Y PURO QUE SE PUEDA TENER.
POR SUPUESTO TAMBIÉN ME REFIERO AL AMOR QUE SE TIENE A LA FAMILIA,, A LOS AMIGOS,,, A LOS CONOCIDOS,,,, A LA VIDA PROPIA,,, INCLUSO A ESTE PERRO QUE SIEMPRE ESTA INCORDIANDO Y MOLESTANDO BUSCANDO JUEGO.
TAMBIÉN ES MI OPINIÓN QUE EL AMOR HAY QUE DEMOSTRARLO TODOS LOS DÍAS DEL AÑO,,, NO SOLO HOY, TODOS LOS DÍAS ES SAN VALENTÍN.

PARA TODOS USTEDES.....

¡¡¡ FELIZ SAN VALENTIN !!!


lunes, 13 de febrero de 2012

EL LECHO DE LIRIOS, DE ISABELLA VALANCY CRAWFORD.


Su bote de cedro, perfumado, rojizo,
fluyó hacia abajo en un lecho de lirios;
envuelto en una pausa de oro yacía,
entre los brazos de una apacible bahía.

Temblaba solo en su barca de corteza,
mientras los lirios rompían con certeza
el inmóvil cristal de la marea,
hiriendo la frágil proa de madera.

O cuando cerca de los delgadas plantas
levanta sus afiladas escamas de plata;
o cuando en el viento frío y sonoro
cae la libélula envuelta en oro
y todas las joyas y las amplias aguas,
en anillos cantan en sus alas;
o cómo el alma ardiente y alada,
que de la oscuridad desciende en llamas
sobre la fría ola, como el bálsamo
que por un gran espíritu es derramado,
el alma vuela en libertad, y el silencio se aferra
a las horas inmóviles, como cuelga la Tierra,
cortando la oscuridad, en los árboles,
a medias enterrados hasta las rodillas.

Se sentó en su quietud de plácidas hojas,
aferrado a sus sombras, doradas y rojas,
y sobre el suelo cóncavo, como una espiga,
cayó el rostro entre luces ambarinas.

Orgullosa y valiente espuma de madera,
perla brillante, una doncella frente a la marea.
y él hubo de cantar de su alma el amor,
con la voz del águila y el dolor.

En lo alto, fuertes pinos fueron hechos de su lengua,
sus labios florecieron suaves en la sombra de la tormenta,
besando los femeninos pétalos, plateados despojos,
como lirios blancos en un íntimo arroyo.

Hasta hoy él permanece allí, en reposo,
su imagen pintada en ella, descanso glorioso.
una isla entre dos azules no se derrite,
una gota de rocío en la costa
se alza como un crepúsculo púrpura,
sobre la vasta arena durmiendo bajo el cielo.

Su bote de cedro, perfumado, rojizo,
fluyó hacia arriba desde un lecho de lirios;
todas las flores, todos los lirios,
en la luz de la tarde la corteza agitaron.

Sus labios frescos rodearon la aguda proa,
sus caricias suaves treparon por los flancos,
con labios y senos tejieron su bóveda,
robando a sus ojos la noche estrellada;

Con mano dorada ella tomó el cabello
de una nube roja, hasta su planicie de azur.

Furtivo, el dorado atardecer fluyó,
un viento frío de su cuerpo huyó.

Aceptaron lo alto, los árboles oscuros,
y los bajos lirios que cubrían todo.

Su bote de cedro, perfumado, rojizo,
escapó lejos de su lecho de lirios.

sábado, 11 de febrero de 2012

EL CLÉRIGO MALVADO, H. P. LOVECRAFT.


Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:

-Sí, aquí vivió él..., pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad lo vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad.

-Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.

Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes Trismegisto, Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una puerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo que entonces sabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.

El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabía manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica -o algo que parecía una linterna- del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en el otro bolsillo.

Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz. Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación... y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.

Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia, a través de una neblina... Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca, obedeciendo a alguna geometría anormal.

El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana. Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su barba afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y las facciones de la mitad inferior de la cara eran como la de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa. En ese momento -acababa de encender una lámpara de aceite- parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor increíblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador. De repente, observé que había otras personas en la estancia: hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que lo odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las llamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer. El obispo fue el último en abandonar la habitación.

El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con la idea de disuadirlo o salvarlo. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.

Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirlo; pero no me oyó. Un instante después, trastabilló hacia atrás, cayó por la abertura y desapareció de mi vista.

Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera, pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:

-¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?

Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente. Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido, vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:

-¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asustó y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible, aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a Estados Unidos.

-No debe volver a tocar ese... objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer -o invocar- cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir..., pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave.

-Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en... su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión..., aunque no será nada repulsivo.

Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con una débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo que vi en el espejo fue esto:

Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, anormalmente alta.

Era el individuo silencioso que había llegado primero y había quemado los libros.

Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre.

viernes, 10 de febrero de 2012

LA BELLE DAME SANS MERCI- LA BELLA DAMA SIN PIEDAD, DE JOHN KEATS.


¡Oh! ¿Qué pena te acosa, caballero en armas, vagabundo pálido y solitario? Las flores del lago están marchitas; y los pájaros callan.

¡Oh! ¿Por qué sufres, caballero en armas, tan maliciento y dolorido? La ardilla ha llenado su granero y la mies ya fue guardada.

Un lirio veo en tu frente, bañada por la angustia y la lluvia de la fiebre, y en tus mejillas una rosa sufriente, también mustia antes de su tiempo.

Una dama encontré en la pradera, de belleza consumada, bella como una hija de las hadas; largos eran sus cabellos, su pie ligero, sus ojos hechiceros.

Tejí una corona para su cabeza, y brazaletes y un cinturón perfumado. Ella me miró como si me amase, y dejó oír un dulce plañido.

Yo la subí a mi dócil corcel, y nada fuera de ella vieron mis ojos aquel día; pues sentada en la silla cantaba una melodía de hadas.

Ella me reveló raíces de delicados sabores, y miel silvestre y rocío celestial, y sin duda en su lengua extraña me decía: Te amo.

Me llevó a su gruta encantada, y allí lloró y suspiró tristemente; allí cerré yo sus ojos hechiceros con mis labios.

Ella me hizo dormir con sus caricias y allí soñé (¡Ah, pobre de mí!) el último sueño que he soñado sobre la falda helada de la montaña.

Ví pálidos reyes, y también princesas, y blancos guerreros, blancos como la muerte; y todos ellos exclamaban: ¡La belle dame sans merci te ha hecho su esclavo!

Y ví en la sombra sus labios fríos abrirse en terrible anticipación; y he aquí que desperté, y me encontré en la falda helada de la montaña.

Esa es la causa por la que vago, errabundo, pálido y solitario; aunque las flores del lago estén marchitas, y los pájaros callen.

jueves, 9 de febrero de 2012

EL AMOR NO, DE CAROLINE ELIZABETH SARAH NORTON.


¡El Amor no! ¡Escuchen, desgraciados hijos del barro!
La corona alegre de la esperanza se teje con flores terrenales,
cosas que se hacen para decaer y desaparecer,
aunque hayan florecido por unas breves horas.
El Amor no.

¡El Amor no! Aquello que amas bien puede cambiar:
los rosados labios pueden dejar de regalarte sonrisas,
el deseo de sus ojos puede convertirse en una mirada fría,
el corazón aún palpita, sin ser verdadero.
El Amor no.

¡El Amor no! Aquello que amas bien puede morir,
tal vez se desvanezca en la tierra de la felicidad,
en las estrellas silenciosas, el azul y sonriente cielo
brilla sobre su tumba, como sobre su nacimiento.
Sobre el Amor no.

¡El Amor no! Una vanidosa advertencia pronunció
que en estas horas, como en los años que han pasado,
el enamorado dibuja un halo sobre el rostro amado,
impecable, inmortal, hasta que cambie o muera.
El Amor no.

martes, 7 de febrero de 2012

DESESPERACIÓN, DE OSCAR WILDE.


Las estaciones derraman su ruina mientras pasan,
pues en la primavera los narcisos alzan sus rostros
hasta que las rosas florecen en ígneas llamas;
y en el otoño brotan las violetas púrpuras
cuando el frágil azafrán suscita la nieve invernal,
pero los decrépitos y jóvenes árboles renacerán,
y esta tierra gris crecerá verde con el rocío del verano,
y los niños correrán entre un océano de frágiles prímulas.

¿Pero qué vida, cuya amarga voracidad
desgarra nuestros talones, velando la noche sin sol,
alentará la esperanza de aquellos días que ya no retornarán?
La ambición, el amor, y todos los sentimientos que queman
mueren demasiado pronto, y sólo encontramos la dicha
en los marchitos despojos de algún recuerdo muerto.

lunes, 6 de febrero de 2012

HELEN EN SOLEDAD, DE RUDYARD KIPLING.

 
Hubo oscuridad bajo el Cielo
Durante una hora.
La oscuridad que conocemos
Nos fue otorgada como una gracia.
El sol y el mediodía y las estrellas se ocultaron,
Dios abandonó su Trono,
Cuando Helen vino hacia mí, lo hizo,
¡Helen en soledad!

Lado a lado (porque el destino
Nos condenó desde el nacimiento)
Arribamos a las puertas del Limbo
Y miramos hacia la tierra.
Mano sobre mano en medio
De un espanto que el sueño no conoce,
Helen corrió junto a mi, lo hizo,
¡Helen en soledad!

Cuando el Horror que pasa
Se lanzó a nuestra caza,
Cada uno se apoyó en el otro,
Y encontramos fortaleza en el otro.
En los dientes de las Cosas Prohibidas
Y la Razón derrocada,
Helen se paró junto a mi, lo hizo,
¡Helen en soledad!

Cuando, por fin, oímos aquellos fuegos,
Quebrados y muriendo lejos,
Cuando, por fin, nuestro deseo encadenado
Nos arrastró hacia el día;
Cuando, por fin, nuestras almas se libraron
De lo que nos había revelado la Noche,
Helen pasó junto a mí, lo hizo,
¡Helen en soledad!

Déjala ir y encontrar a su amado,
Así como yo he de buscar a mi novia,
Sin conocer la Nada detrás del Limbo
Ni a quienes son encerrados dentro.
Hay un conocimiento prohibido por Dios,
Más de lo que podemos soportar,
Entonces Helen se alejó de mí, lo hizo,
¡Oh, mi alma se alegró de ello!
¡Helen en soledad!

domingo, 5 de febrero de 2012

LAMIA, DE CLARK ASHTON SMITH.


Fuera de su guarida del desierto la Lamia vino,
una serpiente deslumbrante tallada como mujer,
me encontró allí, y me saludó por mi nombre altivo;

Los amados labios de días ahora lejanos
entonaron un canto, y cuando escuché a Lamia
me pareció sentir la encarnación de algún santo.

Su belleza letal como un filtro se agitó
a través de mi sangre, echando luz a mi corazón:
me prometí a ella con un ardor inmutable;

Por las extrañas motas blancas de su cuerpo,
por las cosas innombrables que se arrastran entre ambos,
y por los muertos que yacen con nosotros en la noche.

Su piel era más fría que las víboras del pantano,
sin embargo, sobre su pecho perdí mi antigua desdicha
y encontré una alegría prohibida a los profanos.

Fue hace mil años, en el desierto,
que tomé la mano de mi bella Lamia,
y ya nunca más volverán a pasar,
nunca más, aquellos mil años desde que estoy muerto.

MY HEART IS BROKEN, DE EVANESCENCE.

viernes, 3 de febrero de 2012

EL PUENTE DE LOS SUSPIROS, DE THOMAS HOOD.



¡Una infortunada más, cansada ya de respirar, temeraria e impaciente que se fue a la muerte!

¡Tomadla con ternura, levantadla con cuidado: tan frágil, tan joven, tan bonita!

Mirad su vestido, pegado al cuerpo como un sudario, mientras el agua gotea sin cesar de sus ropas. ¡Levantadla en seguida, con amor, sin repugnancia!

No la consideréis despectivamente, pensad con dolor en ella, dulce y humanamente, no en sus máculas: todo cuanto queda de ella es ya pura mujer.

No escudriñéis muy hondo su rebelión irreflexiva y culpable; más allá del deshonor, la muerte ha dejado en ella sólo lo hermoso.

A pesar de sus errores, es de la raza de Eva, limpiad el cieno viscoso que mancha sus labios; recoged sus cabellos gruesos y rizados, sus hermosos cabellos castaños, mientras os preguntáis perplejos dónde estaría su hogar.

¿Quién sería su padre? ¿Quién su madre? ¿Tendría una hermana? ¿Tendría un hermano? ¿O habría alguno todavía más querido, alguien más cercano que todos los demás?

¡Ay, que extraña es la caridad cristiana en este mundo! ¡En una ciudad rebosante de gentes, ni un hogar que llamar propio!

Hermanas, hermanos, padre, madre: ¡Qué cambiados sus sentimientos hacia todos! El amor, toscamente derribado ante sus ojos, y hasta la providencia de Dios, ausente ya y ajena.

A la luz de los faroles que allí parpadean en lo hondo del río, con tantas ventanas iluminadas desde el desván hasta el sótano, sólo ella, trémula y confusa en medio de la noche, carecía de albergue.

El tórrido viento de marzo la hacía estremecer y tiritar; no, no era el gran arco oscuro del puente, ni el tenebroso río que corría debajo: enloquecida por la historia de la vida, jubilosa ante el misterio de la muerte, pronta a lanzarse en ella... ¡A cualquier parte, a cualquier sitio fuera del mundo!

Se arrojó temerariamente. ¡Qué importaba que el agua estuviese tan fría!... ¡Piensa en esa agua, hombre disoluto: imagínala, sumérgete en ella, lávate en ella, bébela, si es que puedes!

¡Tomadla con ternura, levantadla con cuidado; tan frágil, tan joven, tan bonita!
Antes de que sus helados miembros se pongan demasiado rígidos, dulcemente, bondadosamente, disponedlos con decoro y cerrad esos ojos abiertos que observan tan fijos.

Que miran tan terriblemente a través del légamo impuro, igual que cuando miraban con la última vista inexorable de la desesperación fija en el futuro.

Muerte sombría, a ella empujada por la glacial y tenaz indiferencia humana, por la frenética demencia de los hombres: cruzad modestamente sus manos sobre su seno, como si orasen en silencio; reconoced sus flaquezas, su mal conducta, y dejad humildemente sus pecados a su Salvador.