miércoles, 30 de noviembre de 2011

EL VAMPIRO, DE ROBERT BULWER-LYTTON (OWEN MEREDITH).


 
Encontré un cadáver de cabello reluciente,
Una mujer cuyo rostro sobrenatural,
Demasiado hermoso para un lecho sepulcral,
La pálida muerte no se atrevió a tocar.

Solté cada pliege de sus rizos brillantes,
Desde la frente a los pies en una cascada de oro rojo,
Y besé sus labios antes de que sus labios fueran rojos,
Rocé con mi aliento sus párpados blancos
Y apreté su tierno pecho contra el mío,
Hasta que sus ojos azules se abrieron
Y su pecho se entibió contra el mío.
¡Contemplad a esta mujer! ¡Se levanta!
El brazo voluntarioso se alza,
Los pies se afirman sobre la tierra tortuosa,
Y da un paso hacia adelante, temblorosa.

Y ahora está a mi lado, perpetuamente mía,
Esta mujer es la noche y el día;
Me perfora el alma en todos los ríos,
Me acompaña en todos los caminos.

En la muerte de la noche son brillantes sus ojos,
Me obligan a una vigilia llena de penas,
Mientras mi sangre empalidece en las venas
Para que sus labios sigan siendo rojos.

Y mi corazón vive en su eterno morir,
Mi carne entera se estremece
Al pensar que ella mi sangre bebe
Inadvertidamente, si me arriesgo a dormir.

Habría sido mejor para mi espíritu pordiosero
Que antes de posar mis ojos sobre su cadáver,
Haya quemado mi cuerpo en el fuego insaciable,
Y yacer con la deshonra del necio hechicero.

Pues cuando el diablo construye su guarida
En los ojos vivos de una muerta querida,
(Para atar la voluntad del hombre con cabellos de oro)
No hay penitencia ni rezos que puedan salvar su alma
De la maldición de esa mirada constante,
De esos ojos que miran fijamente,
De aquellas dagas desconcertantes,
De las luciérnagas cavernosas de aquel fulgor.
Una tumba profunda donde yace muerta la esperanza
Es mucho más de lo que un alma puede soportar.

La peor de todas las miserias
Es el deseo que se dilata eternamente,
La carne y la sangre son momentáneas,
Pues la muerte sólo agoniza, más nunca muere.

martes, 29 de noviembre de 2011

DESDE LAS CRIPTAS DE LA MEMORIA, DE CLARK ASHTON SMITH.


Eones y eones atrás, en una época cuyos maravillosos mundos han desaparecido, y cuyos poderosos soles ahora son menos que sombra, moraba yo en una estrella cuyo curso, cayendo de los altos cielos sin retorno del pasado, pendía justo al borde del abismo en el cual, según afirmaban los astrónomos, su ciclo inmemorial encontraría un oscuro y desastroso fin.

¡Ah, extraña era esa estrella olvidada en las profundidades, más extraña que ningún sueño que haya asaltado a los soñadores de las esferas del presente, o que ninguna visión que haya flotado sobre los visionarios en su mirada retrospectiva hacia los pasados siderales! Allí, a través de ciclos de una historia cuyos amontonados anales inscriptos en bronce estaban más allá de toda tabulación posible, los muertos habían llegado a sobrepasar infinitamente en número a los vivos. Y construidos en una piedra que era indestructible salvo en la furia de soles, sus ciudades se levantaban junto a las de los vivos como las prodigiosas metrópolis de los Titanes, con muros que ensombrecían a todas las tierras circundantes. Y por encima de todo pendía la negra bóveda fúnebre de los crípticos cielos: una cúpula de sombras infinitas, donde el lúgubre sol, suspendido como una enorme y solitaria lámpara, iluminaba poco y, apartando su fuego del rostro del indisoluble éter, proyectaba sólo tenues y desesperados rayos sobre los vagos y remotos horizontes y amortajaba los ilimitados paisajes de esas tierras visionarias.

Éramos un pueblo sombrío, secreto y afligido, nosotros, los que morábamos bajo ese cielo de eterno ocaso ante el cual se recortaban las siluetas de los encumbrados sepulcros y obeliscos del pasado. En nuestra sangre corría el frío de la noche antigua del tiempo, y nuestro pulso languidecía con una reptante presciencia de la lentitud del Leteo. Sobre nuestros patios y campos, como invisibles e indolentes vampiros surgidos de mausoleos, se elevaban y fluctuaban las negras horas, con alas que destilaban una maléfica debilidad producto del oscuro dolor y la desesperación de muertos siglos. Los mismos cielos se hallaban cargados de opresión, y respirábamos bajo ellos como en un sepulcro, sellado para siempre con toda su estancación de corrupción y lenta decadencia, y con tinieblas impenetrables salvo para los agitados gusanos.

En sombras vivíamos, y amábamos como en sueños, como en los vagos y místicos sueños que se ciernen sobre los últimos límites del insondable reposo. Sentíamos por nuestras mujeres, con su pálida y espectral belleza, el mismo deseo que los muertos acaso sienten por las fantasmagóricas azucenas de los prados del Hades. Pasábamos nuestros días vagando por entre las ruinas de solitarias e inmemoriales ciudades, cuyos palacios de calado cobre, al igual que sus calles abiertas entre largas filas de esculpidos obeliscos dorados, se veían sombríos y mórbidos bajo la luz muerta, o yacían sumergidos para siempre en mares de inmóvil sombra; ciudades cuyos vastos templos de hierro preservaban aún su lobreguez de primordiales misterio y horror, y desde donde las esculturas de dioses siglos atrás olvidados miraban con ojos inalterables el cielo vacío de esperanza, y veían la noche ulterior, el olvido final. Lánguidamente cuidábamos de nuestros jardines, cuyas grises azucenas ocultaban un necromántico perfume que tenía el poder de evocarnos los muertos y espectrales sueños del pasado. O, errando a lo largo de campos de perenne otoño, del color de la ceniza, buscábamos las raras y místicas inmortales, de sombrías hojas y pálidos pétalos, que florecían bajo sauces de exangües follajes similares a velos; o llorábamos bajo un dulce rocío de nepente, junto al fluyente silencio de aguas aquerónticas.

Y uno tras otro fuimos muriendo, y nos perdimos en el polvo del tiempo acumulado. Y sólo veíamos a los años como una lenta sucesión de sombras, y a la muerte como el ceder del ocaso ante la noche.

domingo, 27 de noviembre de 2011

UNA NUEVA VIDA. 19ª Parte: La Vuelta a Casa.

Mañana es un día muy especial para una gran amiga mía, es su cumpleaños. Con el permiso de todas aquellas personas que visitan este blog, quisiera dedicarle este capítulo a esa gran amiga.
¡¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS, QUERIDA LADY AGATHA!!!

Carlos abrazaba a María, le había hecho muy feliz el retorno de su maestra y de Juan a casa. María también le abrazaba sonriente y le daba besos en la cabeza del muchacho que reía de lo contento que estaba.
- ¡Como me alegra vuestro regreso a casa!- le decía Carlos lleno de júbilo.
- También me alegra a mí estar de nuevo en casa.- le decía María, mientras le alborotaba el pelo.- ¿Que es todo este alboroto y disparos?
- Mi Padre me está enseñando a disparar, por fin ha aceptado enseñarme como se usan las armas de fuego.- le respondió.
- ¡Oh,,, vaya que bien!- dijo María con ironía, mientras me miraba, su mirada parecía acusadora, como si estuviese enfadada conmigo. Lo que hizo que me sintiera un poco incómodo, sus ojos se clavaban en mí como si fuesen dos puñales. Me temo que a María no le hacía mucha gracia que Carlos andase con armas.
- ¿Que tal os ha sido el viaje de Luna de miel?- le pregunté a los recién llegados y para romper ese incómodo silencio que se había creado.
- Ha sido un viaje formidable y encantador.- me respondió Juan, que pareció darse cuenta de las miradas que me dirigía María.- Os estoy muy agradecido por tal regalo.
- No es para tanto amigo mio. Debéis estar cansados del viaje, subid a vuestra alcoba y descansad un poco antes del almuerzo.- les aconsejé.- La clase ha terminado por hoy.
Los cuatro dirigimos nuestros pasos hacia la casa, Carlos y María caminaban juntos y aun seguían abrazados. Pedí a uno de los sirvientes que subiera el equipaje de Juan y de María a su nueva habitación, y estos les acompañó para asearse y descansar un poco antes del almuerzo, Carlos también subió a sus aposentos un momento antes del almuerzo, yo por mi parte fui a mi despacho para arreglar ciertos asuntos administrativos de la Hacienda, de los que me había estado ocupando mientras Juan estaba de viaje, ahora que Juan estaba de vuelta y una vez que comience el próximo curso, Juan volvería a ocuparse de estos menesteres.
Estando en el despacho todavía, alguien llamó a la puerta, yo autoricé que entrara, era María y aún parecía enfadada conmigo, entró como un torbellino en mi despacho cerrando la puerta dando un portazo.
- ¿Es qué habéis perdido la razón?- gritó María.
- Tranquilizaos María, sentaos y calmaos.- le pedí intentando relajarla.
- ¡Enseñarle a Carlos a disparar!- dijo mientras tomaba asiento.- ¡Estáis loco, completamente loco!
- ¡Por favor, María, relajaos, estáis muy alterada!- realmente estaba fuera se sí.
- ¿Es que no os importa la seguridad de Carlos? Podría hacerse daño o herirse con las armas de fuego.- aún seguía enojada.
- Por eso he decidido enseñarle a usar las armas de fuego.- le dije.
- ¡Loco, realmente habéis perdido la cabeza!- María se levantó y empezó a caminar de un lado para otro de la habitación, parecía como si mi respuesta le hubiese hecho enfadar aun más.
- Dejadme que os explique.- le pedí.
- No me pareció nunca buena idea que Carlos aprendiera esgrima, pero usar las armas de fuego es toda una locura.- comentó María sin dejar de moverse de un lado para otro, y las lágrimas asomaban en sus ojos.- Carlos podría darse un tiro accidentalmente.
Me levanté de la silla donde estaba sentado, me acerqué a María, y la cogí de los hombros deteniéndola en seco, la llevé hasta un sillón y la senté en él casi a la fuerza. Le serví un vaso de agua fresca que María bebió de un solo trago, ya por fin parecía algo más tranquila.
- ¡Bien! Ahora que parecéis más calmada, si me lo permitid os explicaré las causas, por las que le he enseñado el uso de las armas de fuego, ¿me escuchareis en silencio?- le pregunté mientras le miraba fijamente a los ojos y apoyaba mis manos en sus hombros.
María simplemente asintió con la cabeza, mientras clavaba sus ojos en los mios, todavía podía percibir su enfado en su mirada, pero parecía dispuesta a escucharme.
- En un principio pensaba como vos...- comencé a explicarle.
- Entonces, ¿por qué....?- protestó María.
- Sssshhhh...- le interrumpí.- En silencio, escuchadme en silencio, hasta que termine mi explicación.
María parecía conforme y guardó silencio, para escuchar lo que tenía que decirle.
- Yo también tenía miedo de que Carlos pudiera herirse con las armas, y en un principio me negué a hacerlo cuando Carlos me lo pidió, y mi hijo se enfadó mucho, incluso me negó la palabra durante todo un día.- María parecía querer decir algo, pero antes de que abriese la boca, apoyé mis dedos en su boca, con lo que María rehusó hablar.- Después de mucho meditarlo, llegué a pensar que Carlos en su curiosidad, como niño que es, podría llegar a buscar un arma y manipularla sin saber como, lo que sería muy peligroso para él, pensé que la mejor opción para evitar este riesgo era que Carlos aprendiese a manejarlas. Si Carlos aprendía a usarlas se elimina el riesgo de accidente por un mal uso de ellas. ¿Habéis comprendido mis razones para hacer lo que he hecho?- le pregunté a María, y de esta manera le dejaba hablar de nuevo, quería conocer su opinión.
El rostro enfadado de María pareció cambiar, durante unos segundos parecía estar pensando que contestarme, se levantó del sillón y paseó lentamente por el despacho, con los brazos cruzados, mientras meditaba su respuesta. Por un momento se detuvo en silencio unos segundos, pero al instante comenzó con su paseo mientras pensaba, cosa que le llevó unos minutos, mientras yo esperaba pacientemente.
- Creo que os debo una disculpa.- me dijo María, deteniéndose delante de mí.
- No es necesaria, vuestra preocupación, me indica el cariño que le tenéis a Carlos.- le dije.
- Admito, que tenéis mucha razón en vuestra lógica.- afirmó María.- Ahora os comprendo.
- Bien, ahora entendéis porque lo he hecho de este modo.- le dije.- ¿Ya pasó vuestro enojo?
- La próxima vez informadme de estas cosas.- me dijo dándome un leve golpe en el hombro, y volviendo a sonreír.- Perdonadme por enfadarme antes de hablar con vos.
- No os preocupéis por ello.- le dije a María.- Se el aprecio que le tenéis a Carlos, y es muy normal vuestra preocupación por él.
- Gracias por vuestra comprensión.- me agradeció María.
- No es nada, María.- le resté importancia.- Pero la próxima vez antes de enfadaros, mejor lo hablamos.
- Es que soy muy impulsiva y en ocasiones no pienso las cosas antes de decirlas.- decía a la vez que se daba un ligero golpe en su cabeza.
- Sois directa y muy sincera, y esa es una virtud que me agrada de vos.- le dije a María mirándole directamente a los ojos.- ¿Que tal si vamos al comedor para almorzar? Seguro que ya nos están esperando.
- Tenéis razón, Carlos y mi esposo deben estar esperándonos.- exclamó María, como si se hubiese olvidado de la hora que era.- Os vuelvo a pedir mil perdones por mi actitud de hace unos minutos.
- No seáis necia, ya todo está olvidado. ¿Vamos a almorzar?- le pregunté ofreciéndole mi brazo.
María regalándome una de sus hermosas sonrisas se abrazó a mi brazo y ambos nos fuimos hacía el comedor, donde ya nos estaban esperando Juan y Carlos. Al entrar María y yo al comedor Juan y Carlos nos saludaron levantándose de sus asientos.
- ¡Por fin! Tengo hambre.- protestaba Carlos.
- Lo siento, nos hemos retrasado un poco.- se disculpaba María.
Juan nos miraba algo extrañado, y con su mirada parecía querer preguntar, pero con una simple mirada él comprendió. Nos conocemos desde hace tanto tiempo que nos entendemos con tan solo mirarnos a la cara.
Todos nos fuimos sentando en la mesa y estuvimos almorzando disfrutando de una agradable conversación, como era normal todos teníamos preguntas que hacer después de tanto tiempo sin vernos.

- ¿Y como fue vuestra Luna de Miel?- preguntó Carlos con curiosidad.
- Fue muy divertida y agradable.- comentó María.- Estuvimos visitando toda la ciudad de París, todas sus calles y rincones, los Campos Elíseos, el Arco del triunfo...
- ¿Qué es lo que más os gustó del viaje?- les pregunté.
- Sin lugar a dudas, El Palacio de Versalles.- respondió Juan.
- Realmente es precioso, sus jardines, sus fachadas, sus hermosos salones...- añadió María mientras parecía recordar.



- Verdaderamente es asombroso e impresionante, con tanta pompa y lujo.- les dije.- Quedé muy impresionado la primera vez que lo visité.
- Debo agradeceros vuestra recomendación, sin vuestra ayuda nunca nos habrían dejado visitarlo.- agradeció María.- Mesiè Baudelaire os manda saludos.
- El gran granuja y bribón.- recordé con alegría.- Aún tengo buenos amigos en París.
- Eso me recuerda que os hemos traído unos regalos.- nos informó Juan.
- ¿Qué me habéis traído de Francia?- preguntó impacientemente Carlos.
- Un momento, enseguida vuelvo.- Juan se levantó de la mesa y salió del comedor.
Carlos miró a María con curiosidad, esperando que ella contestase a su pregunta, pero esa respuesta no llegó.
- Es una sorpresa, espera a que Juan llegue y lo sabrás.- le dijo María con una sonrisa picarona dibujada en su rostro.
En cuestión de unos minutos Juan volvió portando, una caja alargada y un portadocumentos, en sus manos. Entregó la caja alargada a Carlos.
- Aquí tenéis vuestro regalo, podéis abrirlo.
Carlos no tardó en abrir la caja, que contenía un juego de floretes, y sacó uno de la caja.
- Son unos floretes formidables, os lo agradezco mucho.- Carlos estaba muy contento con su presente.- Mirad Padre, de hoy en adelante practicaremos con estos nuevos floretes.
- Y este es vuestro regalo.- Juan me dijo ofreciéndome el portadocumentos.
Lo abrí con sumo cuidado y estaba lleno de partituras de música, que eran desconocidas para mí.
- Gracias, amigos mios.- les agradecí.
- Son partituras de composiciones recientes para piano.- me informó María.
- Os lo agradezco mucho, así ampliaré mi repertorio con nuevas obras.- comenté.
- ¿Y solamente estuvisteis visitando lugares y comprando regalos durante vuestra estancia en París?- preguntó Carlos.
- Claro que no, también conocimos las costumbres francesas, su moda, sus vinos, su gastronomía...- señaló María, y con típica sonrisa burlona continuó.- Y también hicimos otras cosas.
- ¿Que cosas fueron esas?- la curiosidad de Carlos no tenía límites.
- Esos es algo que no os importa.- le respondió María a Carlos a la vez que le pellizcaba la mejilla.
- ¿Y como fue vuestro viaje de regreso a casa?- preguntó Juan algo avergonzado tratando de cambiar de tema.
- Emocionante, muy didáctico y disfrutando de todas las ciudades que estuvimos visitando.- le respondí.
- Y hasta nos asaltaron en Zaragoza.- añadió Carlos.
- ¿Pero os hirieron, os dañaron, estáis bien?- María parecía muy alarmada por esta información.
- Tranquila, no pasó nada, ni corrimos ningún riesgo. Solo era un pobre hombre que tenía que alimentar a su familia.- intenté tranquilizarla.
- ¿Pasastes mucho miedo?- preguntó María a Carlos.
- Nada he de temer cuando mi Padre esta a mi lado.- dijo mi hijo.- Mi Padre desarmó al asaltante rápidamente, no hubo ningún peligro, y al final le dió unas monedas a ese pobre hombre.
- Ufffff, menos mal que no pasó nada.- María respiró aliviada.- Menuda experiencia.
- Fue un viaje muy divertido y conocí muchos sitios y lugares.- comentó Carlos.
- Eso me recuerda una cosa.- María miró fijamente a Carlos.- ¿Recortais que os dije que os haría un examen de vuestro viaje?
- Por favor, que aun estamos de vacaciones.- protestaba Carlos.
- Demos un paseo por los jardines, mientras os hago algunas preguntas sobre lo que habéis visto en vuestro viaje.- propuso María.
- Esta bien.- a Carlos no parecía agradarle mucho la idea.- ¿Me guardáis los floretes, Padre?
- Vale, yo cuidaré de guardarlos.- le dije.
Carlos y María se levantaron y salieron al jardín juntos, María le echo su brazo a Carlos sobre los hombros, como si quisiera evitar que Carlos huyera de su lado. Mientras Juan y yo pasamos a la Sala, para tomar una copa de brandy.
- ¿Qué tal os ha ido con María?- me preguntó Juan.- Estaba que se la llevaban los demonios.
- Estaba totalmente fuera de control cuando vino a verme al despacho.- le comenté.
- Lo lamento, no pude detenerla.- se disculpó Juan apenado.
- No tiene la menor importancia.- le dije.
- Se puso de tan mal humor cuando vió que estabais enseñándole a Carlos a disparar, pensaba que podría herirse con un arma.- me explicó.- Y es tan temperamental, que no sabía como iba a actuar María.
- Jajajajaja.., llegó hecha una furia, y me costó explicarle que le enseñé a Carlos a usar las armas de fuego, para evitar que en el futuro, pudiera herirse con una por no saber manejarlas.
- Sabía que teníais una buena razón.- exclamó Juan.
- Yo no quería enseñarle, pero después de consultarlo con... la almohada, cambié de opinión.- le informé.
- ¿Os ha molestado el enfado de María?- preguntó Juan.
- Para nada, María quiere mucho a Carlos, y era normal que estuviese preocupada por él.- le dije.- Una vez que le expliqué mis razones pareció comprenderlo.
- Pensé que podríais enfadaros con María, por esa actitud tan impulsiva.- comentó Juan.
- No, amigo mio, no podría enfadarme por una cosa así.- le informé.- Esa actitud tan impulsiva que tiene María es algo que me divierte mucho, es parte de ella.
- Si, cuanta razón tenéis, ella es como es.- meditó.- Por cierto, he de agradeceros el nuevo alojamiento, pero no debisteis molestaros.
- No es ninguna molestia, es lógico pensar que ahora necesitáis más espacio y algo de intimidad.- le dije.- Además esas habitaciones están vacías, no se le puede dar un mejor uso que ese.
- Sois muy amable, siempre os habéis portado muy bien con nosotros.- agradeció.
- Recordad que siempre os he considerado, tanto a vos como a María, como de la familia.- le dije.
La conversación cambió de tema, y estuvimos charlando de nuestros respectivos viajes, de todo lo que Juan y María habían vivido en su Luna de Miel y del viaje con mi hijo recorriendo diversas ciudades de España. Mientras Carlos y María disfrutaban de un placentero paseo por los jardines, al menos para María era placentero, para Carlos no lo parecía tanto.
Esa misma noche poco antes de irme a la cama, estaba en la sala del piano, interpretando algunas de las nuevas partituras que me habían regalado Juan y María, tenía mucha curiosidad por escuchar como sonaban, y no pude esperar mucho tiempo para ponerme al piano e interpretarlas. Eran unas sinfonías verdaderamente muy bellas, cargadas de sensibilidad y sentimientos, se notaba que sus autores las habían creado con el corazón y el alma.
- Hermosa melodía, Amor mio.- me saludó Ella apareciendo de improviso, como solía hacer siempre.
- Buenas noches, Vida mía.- le saludé, dejando de interpretar al piano.- Son unas partituras que me han traído Juan y María de Francia, de su Luna de Miel.
- Es algo que ya sabía.- exclamó.- Me alegra mucho que ya estén en casa, se les echaba mucho de menos.
- Eso sin duda, ya son partes de esta casa.- le dije.- Son parte de esta familia.
- También sé lo de esa discusión con María.- me informó sonriente.
- Más que una discusión, fue una malentendido.- le corregí.
- Jajajajaja..., menudo genio que tiene María.- se reía Ella.- Se nota el cariño que siente por Carlos.
- Así es, lo quiere mucho.- le dije.- Es por eso que le estoy muy agradecido a María.
- Es una chica única.- comentó Ella.- Y muy especial.
- Me costó explicarle mis razones.- le comenté.- Pero una vez explicadas, me entendió, comprendió porque había actuado de esa manera.
- En el fondo María es muy comprensiva.- dijo.- Aunque en ocasiones también es muy temperativa.
- Siempre ha sido muy clara y directa.- le dije.- Pero eso lo considero como una virtud, no como un defecto. También sé que se preocupa mucho por todos nosotros.
- Verdaderamente es toda una joya esta chica.- comentó Ella.- Me alegro mucho de que Juan se haya casado con una mujer así.
- Son una pareja muy feliz.- afirmé.- Y siempre serán felices.
- ¿Tan felices como nosotros?- preguntó Ella.
- Tan felices como nosotros.- le respondí.
Ella se acercó a mi y me dió un cálido beso en los labios, se sentó junto a mí en el taburete del piano, y apoyando su cabeza en mi hombro me pidió:
- ¡Por favor!, continuad tocando esa dulce melodía, que tocabais anteriormente.
- Solo os pido una condición para ello.- le pedí.
- Decidme, ¿que es lo que deseáis?- me preguntó.
- Tan solo deseo pasar esta noche con vos.- le contesté.
- En ese caso vuestro deseo será concedido.- me permitió Ella.
Yo besé su negra cabellera y volví a tocar el piano, mientras que Ella continuaba con su cabeza apoyada en mi hombro, cerró sus ojos y comenzó a disfrutar de los sonidos que salían de las teclas de mi piano.
Pasado poco más de una hora en la sala del piano, Ella y yo nos fuimos a mi alcoba y nos metimos en la cama, tan solo nos metimos en la cama abrazados, a Ella le encantaba apoyar su cabeza en mi pecho para poder oír los latidos de mi corazón, Ella sabía que mi corazón latía por Ella, y a mí me encantaba sentirla junto a mí, sentir su piel rozando con la mía, y poder deleitarme con su aroma, un encantador aroma a jazmín. Y así los dos abrazados, no habíamos tardado mucho tiempo en quedarnos placidamente dormidos, totalmente felices, el uno abrazado al otro, los dos juntos.
En los siguientes días Juan se fue incorporando poco a poco a sus tareas como administrador de la Hacienda, lo que me permitía disfrutar de más tiempo libre a mí. Yo seguía dándole clases a Carlos, de piano, equitación, esgrima y ahora también me había convertido en su maestro de armas, pero por las tardes me ocupaba de los asuntos del Colegio y del Conservatorio de Música, María se estaba ocupando de estos menesteres durante casi todo el día, pero por las tardes siempre le echaba una mano. Día a día se acercaba la fecha de inicio del nuevo curso, la mayoría de los profesores ya habían regresado de sus vacaciones y preparaban los nuevos temarios para el siguiente curso. También algunos de los alumnos que venían de lejos habían vuelto al Colegio, y para nuestra gran sorpresa, muchos nuevos alumnos se habían inscrito en nuestro colegio, la mayoría de estos nuevos alumnos eran familiares o amigos de nuestros alumnos habituales y habían deseado continuar los estudios en nuestras instalaciones.
Una tarde, faltando unos pocos días para el comienzo del curso, recibimos en casa una grata visita de ciertas Damas, a las que tenía cierto respeto y admiración, estas dos Damas, no eran otras que la Madre de Ella y su preciosa nieta Annabella.
- ¡Mi Señora, querida Annabella, bienvenidas a mi hogar!- les dí la bienvenida, y las hice pasar a usa sala para poder hablar con ellas.
- ¡Gracias, Querido! Siempre tan cortés.- me saludó la Madre de Ella.
- ¡Buenas tardes, Profesor!- me saludó Annabella.
- ¡Buenas tarde, pequeña Damisela!- le devolví el saludo.
- ¿Podría preguntaros, donde se encuentra Carlos?- me preguntó la pequeña.
- Claro jovencita, sino estoy confundido, creo que se encuentra en los jardines jugando o dando un paseo.- le contesté.
- ¿Os importaría si fuese a verle?- volvió a preguntarme.
- Por supuesto que no.- le respondí.- Seguro que Carlos se alegra mucho de veros.
- Muchas gracias.- me agradeció Annabella.- Con vuestro permiso, abuela.
- Puedes ir a ver a Carlos.- le concedió su abuela.
La joven Annabella salió de la sala y se dirigió a los jardines, para poder reunirse con su amigo. Se habían hecho muy buenos e inseparables amigos.
- ¡Esta chica! Ha echado mucho de menos a Carlos.- afirmó la Madre de Ella.
- Carlos también ha echado de menos a Annabella, ellos se han hecho muy buenos amigos.- le comenté.
- Perdonad que nos hayamos presentado en vuestra casa sin avisar, justo acabamos de llegar de Nápoles.- se disculpó.
- No hay nada que disculparos.- le dije.- Hoy cenaréis aquí y así podremos charlar tranquilamente, hace meses que no nos vemos.
- No quisiera molestaros.- dijo la mujer.
- Insisto, me lo tomaría como una ofensa, si rechazáis mi invitación.- le dije sonriéndole.
- En ese caso aceptaré.- dijo.- Lamentaría mucho ofenderos.
- Por cierto, mi hijo Alberto os manda saludos.- me informó.
- Espero que se encuentre bien, cuantos años hace que no le veo.- le dije.
- ¿Y como les va a los recién casados?- preguntó la Dama.
- Viven contentos y felices.- le informé.- Seguro que le agradaría volver a veros.
- A mí también me encantaría volver a verlos.- dijo.
- Durante la cena nos reuniremos todos y podremos charlar todos juntos.- le dije.
Poco tiempo después llegó la hora de la cena, a Carlos, a María y a Juan, les agradó mucho que tuviesemos invitados a la mesa. Durante la cena nuestras invitadas nos pusieron al día de los acontecimientos que les ocurrieron durante las vacaciones en Italia, y nosotros hicimos lo propio contándoles todo lo que habíamos hecho durante el verano, y sobretodo prestaron mucha atención a lo que contaban María y Juan sobre su Luna de Miel. Siempre es agradable tener visitas en casa, y más cuando las visitas son personas tan queridas.
Después de la cena la velada concluyó en la sala del piano, tomando unas copas de vino, pero los más jóvenes tomaron un vaso de limonada fresca. Como era habitual en estas veladas acabé dando un recital para mis invitadas, y estuve interpretando las nuevas melodías de las partituras que me habían regalado Juan y María, a decir verdad, nadie me había oído interpretar ninguna de estas melodías salvo Ella. La velada se alargó hasta casi la media noche, cuando esta acabó nuestras visitantes se marcharon a su Mansión acompañadas por sus sirvientes, que fueran acompañadas me hacía sentir mejor, no es muy seguro para dos mujeres andar por la noche a solas.
Esta misma noche mientras estaba tumbado en mi cama, estaba pensando en lo que me había ocurrido durante el día de hoy, y como era tan habitual siempre que estaba a solas recibía la visita de la persona más amada para mí.
- ¿En que estáis pensando en esta estrellada noche?- me preguntó Ella.
- En los acontecimientos de hoy.- le respondí.
- ¿En serio?- volvió a preguntarme.
- No puedo evitar pensar en vos cada vez que veo a Annabella.- le contesté.- Recuerdo esos momentos de cuando eramos unos niños y jugábamos juntos.
- Al ver a Annabella y a Carlos juntos, yo también recuerdo esos momentos felices.- me dijo.- Pero no os pongáis triste por ello.
- No estoy triste, es todo lo contrario.- le dije.- Me siento feliz cada vez que recuerdo esos hechos, y los recuerdo todos y cada uno de ellos.
- Me ha encantado volver ver a mi Madre y a mi sobrina.- dijo Ella con voz melancólica.
- Ahora parece que sois vos la que estáis triste.- le dije acariciándole la mejilla.
- Hice mi elección, y elegí quedarme con vos, a vuestro lado.- me dijo Ella sonriéndome.
- ¿Os habéis arrepentido alguna vez de vuestra elección?- le pregunté.
- ¡No, nunca! Soy feliz a vuestro lado.- me respondió tumbándose a mi lado.- Pero no puedo evitar echar de menos a mi familia.
Me sentía impotente, no sabía como ayudarle, comprendía lo que Ella sentía, pero por mucho que le daba vueltas a la cabeza no encontraba ninguna solución a esta cuestión. Lo único que pude hacer fue abrazarla para intentar consolarla. Ella se quedó dormida mientras le abrazaba, pero yo apenas pegué ojo en toda la noche, pensando en esas cosas.
A la mañana siguiente Ella no estaba a mi lado, debí quedarme dormido por un momento antes de que Ella abandonara mi lado. Durante los siguientes días estuve pensando una solución para el problema de Ella, y creo haber encontrado una solución para ello, solo espero que mi solución sea la más adecuada.

jueves, 24 de noviembre de 2011

A LA SOLEDAD, DE JOHN KEATS.


¡Oh, Soledad! Si contigo debo vivir,
Que no sea en el desordenado sufrir
De turbias y sombrías moradas,
Subamos juntos la escalera empinada;
Observatorio de la naturaleza,
Contemplando del valle su delicadeza,
Sus floridas laderas,
Su río cristalino corriendo;
Permitid que vigile, soñoliento,
Bajo el tejado de verdes ramas,
Donde los ciervos pasan como ráfajas,
Agitando a las abejas en sus campanas.
Pero, aunque con placer imagino
Estas dulces escenas contigo,
El suave conversar de una mente,
Cuyas palabras son imágenes inocentes,
Es el placer de mi alma; y sin duda debe ser
El mayor gozo de la humanidad,
Soñar que tu raza pueda sufrir
Por dos espíritus que juntos deciden huir.

MORELLA, DE EDGAR ALLAN POE.

 

Consideraba yo a Morella con un sentimiento de profundo y singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un tormento la convicción de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.

La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchos temas fui su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esos libros místicos que se consideran generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.

Mis convicciones no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.

Persuadido de esto, me abandoné sin reserva a mi esposa, y me adentré con firme corazón en el laberinto de sus estudios. Y entonces -cuando, sumiéndome en páginas terribles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro de mí- venía Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que, dado su extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces, hora tras hora, permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de su voz, hasta que se infestaba de terror su melodía, y una sombra caía sobre mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.

Resulta innecesario expresar el carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los enterados de lo que se puede llamar moral teológica las concebirán fácilmente, y los ignorantes poco comprenderían. El vehemente panteismo de Fichte, la palingenesia modificada de los pitagóricos, y por encima de todo, las doctrinas de la Identidad tal como las presenta Schelling, solían ser los puntos de discusión que ofrecían mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad llamada personal, la define con precisión mister Locke, creo, diciendo que consiste en la cordura del ser racional. Y como por persona entendemos una esencia inteligente, dotada de razón, y como hay una conciencia que acompaña siempre al pensamiento, es ésta la que nos hace a todos ser eso que llamamos nosotros mismos, diferenciándonos así de otros seres pensantes y dándonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis -la noción de esa identidad que en la muerte se pierde o no para siempre- fue para mí en todo tiempo una consideración de intenso interés, no sólo por la naturaleza pasmosa y emocionante de sus consecuencias, sino por la manera especial y agitada como la mencionaba Morella.

Pero realmente había llegado ahora un momento en que el misterio del carácter de mi esposa me oprimía como un hechizo. No podía soportar por más tiempo el contacto de sus pálidos dedos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus melancólicos ojos. Y ella sabía todo esto, pero no me reconvenía.

Parecía tener conciencia de mi debilidad o de mi locura, y sonriendo, las llamaba el Destino. Parecía también tener conciencia de la causa, para mí desconocida, de aquel gradual desvío de mi afecto; pero no me daba explicación alguna ni aludía a su naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y se consumía por días. Con el tiempo, se fijó una mancha roja constantemente sobre sus mejillas, y las venas azules de su pálida frente se hicieron prominentes. Llegó un instante en que mi naturaleza se deshacía en compasión; pero al siguiente encontraba yo la mirada de sus ojos pensativos, y entonces sentíase mal mi alma y experimentaba el vértigo de quien tiene la mirada sumida en algún aterrador e insondable abismo.

¿Diré que anhelaba ya con un deseo fervoroso y devorador el momento de la muerte de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró en su envoltura de barro durante muchos días, muchas semanas y muchos meses tediosos, hasta que mis nervios torturados lograron triunfar sobre mi mente, y me sentí enfurecido por aquel retraso, y con un corazón demoníaco, maldije los días, las horas, los minutos amargos, que parecían alargarse y alargarse a medida que declinaba aquella delicada vida, como sombras en la agonía de la tarde.

Pero una noche de otoño, cuando permanecía quieto el viento en el cielo, Morella me llamó a su lado. Había una oscura bruma sobre toda la tierra, un calor fosforescente sobre las aguas, y entre el rico follaje de la selva de octubre, hubiérase dicho que caía del firmamento un arco iris.

-Éste es el día de los días -dijo ella, cuando me acerqué-; un día entre todos los días para vivir o morir. Es un día hermoso para los hijos de la tierra y de la vida, ¡ah, y más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!

Besé su frente, y ella prosiguió:

-Voy a morir, y a pesar de todo, viviré.
-¡Morella!
-No han existido nunca días en que hubieses podido amarme; pero a la que aborreciste en vida la adorarás en la muerte.
Morella!
-Repito que voy a morir. Pero hay en mí una prenda de ese afecto, ¡ah, cuan pequeño!, que has sentido por mí, por Morella. Y cuando parta mi espíritu, el hijo vivirá, el hijo tuyo, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, de ese dolor que es la más duradera de las impresiones, como el ciprés es el más duradero de los árboles. Porque han pasado las horas de tu felicidad, y no se coge dos veces la alegría en una vida, como las rosas de Paestum dos veces en un año. Tú no jugarás ya con el tiempo el juego del Teyo; pero, siéndote desconocidos el mirto y el vino, llevarás contigo sobre la tierra tu sudario, como hace el musulmán en la Meca.
Morella! -exclamé- ¡Morella! ¿cómo sabes esto?

Pero ella volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor recorrió sus miembros, y ya no oí más su voz.

Sin embargo, como había predicho ella, su hijo -el que había dado a luz al morir, y que no respiró hasta que cesó de alentar su madre-, su hijo, una niña, vivió. Y creció extrañamente en estatura y en inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la que había desaparecido, y la amé con un amor más ferviente del que creí me sería posible sentir por ningún habitante de la Tierra.

Pero, antes de que pasase mucho tiempo, se ensombreció el cielo de aquel puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción, pasaron veloces como nubes. He dicho que la niña creció extrañamente en estatura y en inteligencia. Extraño, en verdad, fue el rápido crecimiento de su tamaño corporal; pero terribles, ¡oh, terribles!, fueron los tumultuosos pensamientos que se amontonaron sobre mí mientras espiaba el desarrollo de su ser intelectual. ¿Podía ser de otra manera, cuando descubría yo a diario en las concepciones de la niña las potencias adultas y las facultades de la mujer, cuando las lecciones de la experiencia se desprendían de los labios de la infancia y cuando veía a cada hora la sabiduría o las pasiones de la madurez centellear en sus grandes y pensativos ojos? Como digo, cuando apareció evidente todo eso ante mis sentidos aterrados, cuando no le fue ya posible a mi alma ocultárselo más, ni a mis facultades estremecidas rechazar aquella certeza, ¿cómo puede extrañar que unas sospechas de naturaleza espantosa y emocionante se deslizaran en mi espíritu, o que mis pensamientos se volvieran, despavoridos, hacia los cuentos extraños y las impresionantes teorías de la enterrada Morella?

Arranqué a la curiosidad del mundo un ser a quien el Destino me mandaba adorar, y en el severo aislamiento de mi hogar, vigilé con una ansiedad mortal cuanto concernía a la criatura amada.

Y mientras los años transcurrían, y mientras día tras día contemplaba yo su santo, su apacible, su elocuente rostro, mientras examinaba sus formas que maduraban, descubría día tras día nuevos puntos de semejanza en la hija con su madre, la melancólica y la muerta. Y a cada hora aumentaban aquellas sombras de semejanza, más plenas, más definidas, más inquietantes y más atrozmente terribles en su aspecto. Pues que su sonrisa se pareciese a la de su madre podía yo sufrirlo, aunque luego me hiciera estremecer aquella identidad demasiado perfecta; que sus ojos se pareciesen a los de Morella podía soportarlo, aunque, además, penetraran harto a menudo en las profundidades de mi alma con el intenso e impresionante pensamiento de la propia Morella. Y en el contorno de su alta frente, en los bucles de su sedosa cabellera, en sus pálidos dedos que se sepultaban dentro de ella, en el triste tono bajo y musical de su palabra, y por encima de todo (¡oh, por encima de todo!) en las frases y expresiones de la muerta sobre los labios de la amada, de la viva, encontraba yo pasto para un horrendo pensamiento devorador, para un gusano que no quería perecer.

Así pasaron dos lustros de su vida, y hasta ahora mi hija permanecía sin nombre sobre la tierra. Hija mía y amor mío eran las denominaciones dictadas por el afecto paterno, y el severo aislamiento de sus días impedía toda relación. El nombre de Morella había muerto con ella. No hablé nunca de la madre a la hija; érame imposible hacerlo. En realidad, durante el breve período de su existencia, la última no había recibido ninguna impresión del mundo exterior, excepto las que la hubieran proporcionado los estrechos límites de su retiro.

Pero, por último, se ofreció a mi mente la ceremonia del bautismo en aquel estado de desaliento y de excitación, como la presente liberación de los terrores de mi destino. Y en la pila bautismal dudé respecto al nombre. Y se agolparon a mis labios muchos nombres de sabiduría y belleza, de los tiempos antiguos, y de los modernos, de mi país y de los países extranjeros, con otros muchos, muchos delicados de nobleza, de felicidad y de bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta enterrada? ¿Qué demonio me incitó a suspirar aquel sonido cuyo recuerdo real hacía refluir mi sangre a torrentes desde las sienes al corazón? ¿Qué espíritu perverso habló desde las reconditeces de mi alma, cuando, entre aquellos oscuros corredores, y en el silencio de la noche, musité al oído del santo hombre las sílabas Morella? ¿Qué ser más demoníaco retorció los rasgos de mi hija, y los cubrió con los tintes de la muerte cuando estremeciéndose ante aquel nombre apenas audible, volvió sus límpidos ojos desde el suelo hacia el cielo, y cayendo prosternada sobre las losas negras de nuestra cripta ancestral, respondió: ¡Aquí estoy!?

Estas simples y cortas sílabas cayeron claras, fríamente claras, en mis oídos, y desde allí, como plomo fundido, se precipitaron silbando en mi cerebro. Años, años enteros pueden pasar; pero el recuerdo de esa época, ¡jamás! No desconocía yo, por cierto, las flores y la vid; pero el abeto y el ciprés proyectaron su sombra sobre mí noche y día. Y no conservé noción alguna de tiempo o de lugar, y se desvanecieron en el cielo las estrellas de mi destino, y desde entonces se ensombreció la tierra, y sus figuras pasaron junto a mí como sombras fugaces, y entre ellas sólo vi una: Morella. Los vientos del firmamento suspiraban un único sonido en mis oídos, y las olas en el mar murmuraban eternamente: Morella. Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y reí con una risa larga y amarga al no encontrar vestigios de la primera Morella en la cripta donde enterré la segunda.

martes, 22 de noviembre de 2011

A LA MUSA, DE ALEXANDER BLOK.


Hay en tus melodías escondidas
de nuestro fin la noticia fatal.
Llevas la maldición de Dios, y llevas
la profanación de la felicidad.

Hay en ti una fuerza tan fascinante
que me apresto a acusarte yo también
de perder a los seres candorosos
seduciéndolos con tu esplendidez.

Cuando te burlas de la fe sagrada
de golpe veo encenderse en ti
una corona que ya he visto antes,
sin forma clara, purpurina y gris.

¿Es del Bien o del Mal? Eres misteriosa,
y de mil modos se habla de ti:
Musa y Milagro eres para unos;
Infierno y Dolor eres para mí.

¿Por qué no he perecido en la mañana,
cuando el insomnio se llevó el vigor,
y en cambio al entrever tu rostro frío,
consuelos suplicaba a tu favor?

Desearía que fueses mi enemiga.
Pero, ¿por qué me brindaste el presente
de las flores, el cielo, las estrellas
y la maldición de tus bellas fuentes?

Más pérfidas que las noches del Norte,
más embriagantes que el vino de Aí,
más breves que el amor de las gitanas,
fueron tus viles besos para mí.

En el violar las cosas más sagradas
tuve una maligna satisfacción,
y en tus amores, como la hiel amargos,
locas delicias tuvo el corazón.

lunes, 21 de noviembre de 2011

LA MUERTA, DE HENRY RÉNE GUY MAUPASSANT.


¡La había amado desesperadamente! ¿Por qué se ama? Cuan extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite incesantemente, que se susurra una y otra vez, en todas partes, como una plegaria.

Voy a contarles nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan plenamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche regresó a casa muy mojada, pues llovía intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí! ¡Y yo entendí!

Me preguntaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.


Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación (nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano tras la muerte), me invadió tal asalto de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.

Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal -en aquel liso, enorme, vacío cristal- que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!

Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
Amó, fue amada y murió.
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que oscurecía, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagar por aquella necrópolis. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.

¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!

Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.

Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, aferrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.

Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente hacia aquel espacio de muertos. Caminé de un lado para otro, pero no logré encontrar la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Palpé las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!

No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.

Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente cómo se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:

Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación, con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo y murió en pecado mortal.

Cuando terminó de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.

Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido de que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:

Amó, fue amada y murió.
Ahora leí:
Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, enfermó de pulmonía y murió.
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.