Por la noche yacíamos sobre el césped,
Pues debajo la hierba era seca y cálida;
Y a través del cielo una bruma plateada
Se anticipaba al verano, en calma,
Permitiendo que los cirios ardan inquebrantables:
No se escuchaba el canto de los grillos,
Y sólo se oyó el murmullo de un arrollo lejano,
Y sobre la urna el débil aleteo
De los murciélagos en los fragantes cielos,
Girando brillantes en delicadas formas
Que surgen durante el crepúsculo,
Envueltos en capas oscuras;
Con pechos hirsutos y perlados ojos.
Mientras cantábamos viejas baladas que sonaron
De colina en colina, donde cómodos yacíamos,
La blanca becerra resplandeció, y los árboles
Rodearon el campo con sus oscuros brazos.
Pero cuando los otros, uno por uno,
Huyeron de mí y de la Noche,
Cuando en la casa, una por una,
Las luces se apagaron, yo permanecí solo.
El hambre asaltó mi corazón, Leí;
Sobre aquellos felices años que una vez fueron,
En las hojas marchitas que conservaban su verdor,
Las nobles letras de los muertos.
Extrañamente, sobre el silencio brotaron
Las mudas letras parlantes, y extraño
Fue el lamento desafiante de las palabras
Que probaban su valor. Entonces, oh prodigio: habló.
Habló de la Fe, el Vigor, el Valor de detenerse
Donde la duda impulsa la espalda del cobarde,
Y pronunció agudos enigmas que sugerían,
Que atraían hacia la intimidad de su celda.
Entonces, palabra a palabras, línea tras línea,
El hombre muerto me tocó desde el pasado,
Y todo al mismo tiempo me pareció
Que el alma viviente fue reflejada en mí.
Allí mi alma fue herida, girando
Sobre las empíreas alturas del pensamiento,
Llegando hasta aquello que es, atrapando
Las hondas pulsaciones del mundo.
Una melodía antigua que medía
Los pasos del tiempo, los golpes de la fortuna,
El soplo de la Muerte. Lentamente, mi trance
Fue diluyéndose, aferrada a la penosa duda.
¡Vagas palabras! Pero cuán difícil es
Darles forma, moldearlas en el discurso,
Que duro es para el intelecto hurgar
En la memoria de lo que me convertí.
Hasta ahora, el dudoso crepúsculo revela
Las colinas una vez más, donde cómodos yacíamos,
Donde la blanca becerra resplandecía, y los árboles
Rodeaban el campo con sus oscuros brazos.
Aspirada desde las tinieblas lejanas,
La brisa comenzó a temblar sobre
Las grandes hojas del sicomoro,
Penetrando todo con su inmóvil fragancia.
Reuniéndose sobre las frescas bóvedas,
Sacudió las ramas de los olmos, y pasó
Sobre las rosas abatidas; y agitó
Los lirios de un lado a otro, diciendo:
El Alba, el Amanecer. Y murió lejos.
El este y el oeste, sin un hálito de aliento,
Mezclaron sus tenues luces, como la vida y la muerte,
Para esculpir un día que jamás tendrá fin.
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