¿Sabré describir a Verónica Aisworth del mismo modo que he venido sufriéndola «apasionadamente» a lo largo de estas dos últimas semanas... tan alucinantes? ¿Encontraré las exactas palabras que me permitan comunicar a quienes no la han visto nunca su belleza extraordinaria, tan singular e irresistible, que le convierte a uno en su esclavo, aunque luche desesperadamente contra su fascinación devoradora, canibalesca? Y por último, ¿existirá imaginación capaz de soportar los grandes horrores que yo he padecido en esta mansión... sin volverse loco?
Admito que me enfrento a la posibilidad de no ser creído por quienes lean estas cuartillas atiborradas de letras temblorosas y regadas de borrones, porque el pulso se me encabrita, y las ideas se agolpan en mi cerebro queriendo salir todas al mismo tiempo... (La vela se agita ante mí, provocando sombras que parecen ser hijas de los terrores que emanan de este lugar tétrico. Se escucha el silencio, y mi respiración se hace cada vez más débil... Tengo sed, ¡mucha sed! Pero no beberé de ese vaso que me espera, cuyo contenido envenenado doblegaría los últimos vestigios de mi vieja y fraterna integridad... ¡Dios, Dios! ¿Por qué me entrego a esta pausa absurda cuando la muerte puede llegarme en cualquier instante...?).
Hace no sé cuanto tiempo yo era un periodista cotizado, que trabajaba para el London Reporter. Jamás me había llamado la atención eso que empezaba a estudiarse como «criminología», hasta que tres de mis mejores amigos desaparecieron. Luego, no conseguí localizarles a pesar de que visité las comisarías, los hospitales, las agencias inmobiliarias, las empresas de viaje, y todos los demás organismos públicos y privados a los que cualquier ciudadano recurriría en el caso hipotético de que deseara esconderse durante una temporada. Terminé por acudir a la más prestigiosa agencia de detectives de Inglaterra, y sólo obtuve una factura de mil quinientas libras esterlinas por un portafolios en el que no encontré ninguna información aprovechable.
Dado que soy reportero, se ha de entender que también dispuse de la colaboración desinteresada de quienes, por lo general, disponían de mejores fuentes de noticias que Scotland Yard. Sin embargo, mis compañeros sólo me hicieron partícipe de sus suposiciones, todas muy lógicas y apasionadas, con lo que aumentaron mi confusión, sin que me arrebatasen ni un ápice de la necesidad de llegar al final de una investigación que ya se había convertido en mi obsesión...
El primero que desapareció fue Joshua Bennington, un magistral violinista de treinta y dos años, tan hermoso y arrogante como un semidiós griego, junto al cual yo había gozado de infinidad de aventuras sentimentales y de borracheras, tanto de alcohol como de morfina, y últimamente veníamos compartiendo a dos chiquillas, deliciosamente calientes y atrevidas, que descubrimos en un cabaret del Soho. Al segundo que dejé de ver se llamaba Charles Vuderhill, y era un discutido novelista de éxito. Pese a sus veintiocho años de edad, ya había publicado más de quince títulos que las mujeres inglesas devoraban porque, sabiendo él bordear la frontera de la cada vez menos rígida censura victoriana, combinaba como nadie la sensualidad, el morbo, la tragedia y la aventura. Acostumbraba a ser mi pareja en los juegos de naipes y en el billar, y gracias a su aportación valiosísima yo pasaba por ser uno de los hombres más afortunados de Londres.
Y el tercero, Frederick Schwartz, contaba treinta y tres años y dirigía uno de los más solicitados bufetes de abogados. Tan atractivo como los anteriores, así como tan conquistador de corazones apasionados y fáciles en el terreno sexual, se había ganado su prestigio defendiendo y «salvando de las garras de la Justicia» a varias damitas que corrían el peligro evidente de acabar en la horca. Pero como gustaba del deporte, para no perder la forma física, solía telefonearme dos veces por semana con el fin de que nos enfrentásemos en un partido de tenis o en un combate de boxeo, y siempre recurría a mí cuando su conquista de turno le imponía la presencia de una fiel amiga. En vista de lo que acabo de exponer, es fácil deducir que yo quería a estos tres personajes como si fueran mis hermanos. De ahí mi obsesión por localizarles. A tal extremo llegué en mi empeño, que convencí a los dos propietarios de mi periódico con el propósito de que me concedieran unas páginas en las ediciones de la mañana. Me concentré con tanta intensidad en esta tarea, que los lectores y lectoras reaccionaron de una forma muy positiva, sólo en el terreno comercial, por lo que mis editores se vieron obligados a duplicar la tirada del London Reporter. Creo que recibimos decenas de miles de cartas, con lo que se nos impuso contratar a una veintena de especialistas en clasificación de correspondencia. También hubo semanas que dispusimos de la colaboración de centenares de detectives, la mayoría aficionados, y de una cantidad similar de informantes anónimos.
No sé cómo pude desarrollar una actividad que llegó al límite del agotamiento físico y mental, pues calculo que llegué a dormir unas tres horas diarias durante aquel mes de locura. Porque me empeñé en comprobar personalmente las pistas que me parecieron más válidas: recorrí Inglaterra cinco veces, navegué a las costas españolas, francesas, danesas y hasta a las finesas... ¡Sin encontrar a uno solo de mis amigos! La muerte de la Reina Victoria puso fin a nuestra empresa, debido a que no podía haber otra noticia más importante. Y así me encontré viviendo unas noches de relativa calma. Por eso decidí abandonar Londres. Estaba convencido de que jamás lograría localizar a mis «hermanos»...
¡Y, de pronto, Ella apareció!
Los ojos se me llenan de lágrimas, la piel de mi cuello palpita en la demanda del encuentro esclavizador y mis instintos me exigen que me someta. Porque el premio será tener derecho a verla cerca de mí un día más, a sentir su presencia fascinante, a escuchar sus palabras embriagadoras, y a extasiarme ante su belleza sobrenatural, única... ¡No es cierto!
«¡Ella supone la muerte...! ¡Mi muerte tan próxima e irremediable!» Debo escribirlo todo, aunque sólo exista una remotísima posibilidad de que alguien llegue a leer estos papeles...».
Recuerdo que era de noche. Yo permanecía sentado en una hamaca de la terraza del balneario, sujetando con la mano derecha la última novela de Stevenson, The Weir of Hermiston, y los pensamientos se me habían recargado de sensualidad bajo la luna llena... ¡Entonces pasó ante mí una figura de mujer! Mis pupilas casi no la vieron; sin embargo, todo mi ser acusó su presencia, como si cada uno de los poros de mi piel se hallaran cargados de limaduras de hierro, que hubieran sido sometidas a una actividad prodigiosa por el imán extraordinario que poseía aquella criatura excepcional.
Para un mujeriego como yo, que siempre contaba con un montón de damitas entre las que poder elegir mi pareja para la velada de aquella noche o para disfrutar de una corta temporada, ese comportamiento de chiquillo enamoradizo me resultó digno de ser experimentado. La seguí sin esconderme, y dejando bien patente mi interés por Ella. En cierto momento eché a correr, temiendo haberla perdido en la conjunción intrincada de paseos que atravesaban el jardín del balneario. Pero no tardé en verla sentada en un banco, sola. Me quedé inmóvil, a unos diez pies de distancia, mirándola extasiado... ¿Es posible que tanta hermosura se pudiera concentrar de aquella sublime manera en una sola mujer?
Yo jamás había visto una perfección de líneas, de formas y de expresiones como las que tenía ante mí. Supongo que debí manifestar el mismo arrobamiento que domina a un amante de cualquiera de las Bellas Artes cuando, por fin, se encuentra frente al regalo contemplativo, también auditivo e intelectual, de esa cumbre, única, que supone el techo supremo de sus apetencias y de sus sensibilidades. A punto estuve de caer de rodillas, para adorarla igual que si yo fuera un indígena primitivo e ignorante, y ella la diosa pagana que siempre había estado esperando. Pero me contuvo el orgullo y el civilizado reconocimiento de que estaba siendo víctima de una «enfermedad romántica» generada por los días que llevaba sin tratar con el sexo femenino. Cuando estimé que era dueño de mi aplomo habitual, me aproximé a la desconocida.
—¡Buenas noches! —saludé forzando un tonillo despreocupado, aunque sin dejar de vigilar cada una de sus reacciones.
—Buenas noches...
Su voz llegó a mis oídos como los arpegios más divinos del violín de Paganini, y mi seguridad de conquistador se quebró. No obstante, intenté combatir la extraña timidez que me invadía.
—Hace una noche deliciosa... Es la primera vez que la veo por aquí... ¿Es usted cliente del balneario, miss...?
—Miss Aisworth; pero llámeme Verónica —dijo Ella, mirándome directamente a los ojos—. Sólo estoy de paso. He venido a saludar a una amiga... Conocía este jardín, y he querido disfrutar de su tranquilidad, de su soledad...
—¿Debo entender que la molesto, Verónica? —pregunté con un tono solícito, propio de quien ya únicamente podía vivir para obedecerla.
—No, por favor, no me interprete mal. La soledad compartida pierde toda su frialdad para hacerse un placer comunicativo: sobran las palabras, debido a que la respuesta del acompañante la captamos a través de su respiración y de esas otras emociones que sólo los necios llaman mudas. En este mundo herido por los pragmatismos, siempre conviene fomentar el goce de lo cotidiano... de lo eterno. La noche, la luna, el aire en reposo, toda la vida que nos rodea y el hecho tan palpable de que usted y yo empezamos a ser los protagonistas de unas vivencias que tardaremos en olvidar.
—¡Yo nunca la olvidaré a usted, Verónica!
La exclamación brotó espontánea, incontrolada, dando testimonio de que ya no me pertenecía: era su esclavo, su admirador más fiel y menos exigente, y un pelele que Ella podía controlar a su capricho. Pero de esto último tardé demasiado tiempo en darme cuenta.
—Sé que usted nunca me olvidará, Ronald.
(¿Cómo no me extrañó que conociese mi nombre y que se mostrara tan segura de su dominio sobre mi cerebro? Yo no era un periodista famoso fuera de los círculos profesionales de Londres, por lo que debió resultarme ilógico que aquella desconocida pudiese identificarme. Además, me había relacionado con cientos de mujeres... ¡Qué borracho me sentía de vanidad, qué ciego y qué torpe!)
—Tengo que irme, Ronald.
—¿Me permite que vuelva a acompañarla, Verónica? ¿Dónde reside usted? ¿Me autoriza a que vaya a buscarla a su domicilio? ¿Le parece bien mañana, a la hora del té?
—¡Cuántas preguntas a la vez, Ronald! Ya veo que es usted un amigo apasionado y muy cordial, lo que me agrada. Le ruego que tenga paciencia durante unas horas. La situación actual de mi familia me aconseja que no le dé mi domicilio, ni que le permita que me visite... Le recomiendo que no empiece a cavilar sobre mi suerte, pues le aseguro que ésta es pasajera. Dentro de dos noches, a esta misma hora, yo estaré aquí para ofrecerle todas las satisfacciones que merece la amistad que usted acaba de ofrecerme... Ahora le pido que no me siga. Me ocasionaría un gran disgusto si no me obedeciese. También le aconsejo que no cuente a nadie que nos hemos visto. Estas vivencias son sólo nuestras, de nadie más. ¡Gracias por su compañía y por su amistad, Ronald!
Se marchó de mí, y yo me quedé mirándola, aceptando el papel de un perro amaestrado a pesar de que toda mi voluntad me exigía ir tras de Ella. Luego, abandonado en aquella isla del jardín, me di cuenta de que estaba deseando que transcurriesen las cuarenta y ocho horas que iba a tener que esperar... ¿Qué tipo de satisfacciones me proporcionaría el reencuentro?
Estaba enamorado. Era como un colegial que pierde el sueño aguardando el encuentro con la amada. Después, no conseguí entretenerme con la lectura, ni con el tenis, y tampoco atendí las repetidas llamadas telefónicas que sonaron en mi habitación. Respecto a las comidas, creo que me limité a probar algunos platos. Porque mi hambre era otra: tan poderosa que anulaba a todas las demás. Llegó el momento de la cita. Me arreglé con el mayor esmero, me perfumé discretamente, elegí un bastón de nácar, que no necesitaba, pero que tenían la costumbre de llevar los elegantes londinenses. Aparecí en el jardín diez minutos antes. Por nada del mundo me hubiese retrasado. Procuré que nadie me viese, dado que a Verónica le gustaba tanto la soledad. Por eso me encontré junto al banco en el momento que era mayor la calma del aire y de la naturaleza. Sin dejar de fijarme en que el viento acababa de desaparecer, repentinamente, y que hacía calor. En la bóveda celeste la luna llena me miraba.
Formé una sonrisa idiota, eché un vistazo a mi reloj de cadena, que marcaba las diez y cuarto, y comencé un paseo cada vez más intranquilo. Pero en ningún momento me distancié más de veinte pies del banco. Un miedo a que Ella se hubiera olvidado de mí comenzó a perforarme el cerebro. Varias gotas de sudor se formaron sobre mi bigote y en mis pabellones nasales; mis manos no encontraron lugar en el que aquietarse, y el silencio me dañó los oídos de tanto esperar a que lo rompiese el sonido de unos pasos, que yo sería capaz de distinguir entre un millón.
Repentinamente, en una acción relampagueante, escuché un ruido anormal, me volví sobresaltado y algo me atrapó todo el cuerpo, después de superar el obstáculo de mi cabeza en movimiento. Una especie de lazo me rodeó por los brazos y por la cintura. Intenté luchar contra aquel ataque inesperado, pero mi enemigo era dueño de una fuerza descomunal. Me acababa de inmovilizar por completo, ya que hasta había tenido tiempo de atarme las piernas. Sintiéndome víctima de una situación incomprensible, quise gritar con todas mis fuerzas. Pero me enfrentaba a alguien que conocía su oficio. Presionó su manaza sobre mi boca, localizándola a pesar de que yo estaba cubierto con un saco y, a la vez que me impedía mover los labios, se cuidó de hacerme inhalar algún narcótico de efectos casi fulminantes. A los pocos segundos el cerebro se me llenó con el rostro de Verónica, precisamente en el momento que me decía: «...yo estaré aquí para ofrecerle todas las satisfacciones que merece la amistad que usted, acaba de ofrecerme»; seguidamente, la imagen comenzó a agigantarse y a dar vueltas como si estuviera en el centro de una espiral de curvas enloquecidas o de un torbellino de ondulaciones cargadas de agresividad; y la larga frase comenzó a acortarse hasta quedar sólo en la palabra «satisfacciones». Entonces, esta voz, irónica fue decreciendo, sin cesar de repetirse, hasta que dejé de oírla.
Es lo último que recuerdo antes de perder el sentido. Me desperté vomitando una papilla verde. El narcótico había sido éter. La certeza debió nacer de un rincón intacto de mi mente. Me sentía mareado, muy débil y en la boca mantenía una náusea, que era el reflejo del estado total de mi organismo. Cerré los ojos, sin darme cuenta de dónde estaba y de qué había sucedido. Ignoro el tiempo que permanecí entregado a aquel denso sopor, en cuyo interior comencé a vislumbrar retazos de la realidad circundante: un ventanal, en el que unas cortinas de seda eran mecidas por el aire; las llamitas oscilantes de un candelabro; el techo de la estancia, donde la imaginación de un pintor rococó parecía haber representado un aquelarre —no distinguía bien los personajes, pero el motivo principal lo formaba un riente diablo de impresionante aspecto—; supe que era de noche; y...
¡¡¡Ella estaba ante mí!!!
Vestía una túnica blanca, de seda transparente. Su desnudez era estatuaria, fríamente perfecta, excitable. Sus ojos y su boca poseían la fascinación de los misterios por los que todo ser humano entregaría la vida. El mensaje insondable, a la vez que retador, erizó cada vello de mi cuerpo, confirió claridad a mi mente, hizo que mis brazos temblasen y llevó a mis genitales las palpitaciones del deseo. Sin embargo, me fue imposible realizar movimiento alguno. Con los párpados abiertos exageradamente, las pupilas inmovilizadas y los iris convertidos en espejos llenos de su imagen, supe que yo era la sumisión y Ella la acción dominadora, mi dueña.
Se detuvo a mi lado. Su fascinación me deslumbraba sin forzarme a cerrar los ojos. Olía a unas flores que no supe identificar, pero que me embriagaban. Elevó su diestra, de dedos largos y blanquísimos, y movió ligeramente mi mentón hacia la derecha. La piel de mi cuello se entregó a vibrar en una irresistible llamada de deseo, como si adivinara antes que mi cerebro lo que iba a suceder. Con el rabillo del ojo contemplé cómo la boca de Verónica se abría voluptuosamente, cómo su lengua producía un chasquido de glotonería, y cómo aparecían sus caninos, afilados y sobresalientes cual dagas diminutas. Lentamente, en un proceso similar a la penetración masculina en el coito, sus armas incisivas se aproximaron a los puntos de perforación. ¡Sentí un dolor doble, agudo y muy breve, y en seguida Ella se entregó a sorber y a chupar, porque mi sangre manaba de las heridas como un manantial virgen que necesita abandonar el subsuelo!
A medida que Verónica se apoderaba de mi líquido vital, yo acusaba el enervamiento propio del acto sexual, porque todo mi sistema nervioso estaba gozando con la entrega. De pronto, me creció una tromba de fuego en las ingles, fruto de los pequeños eructos de satisfacción que mi dueña estaba soltando. Y eyaculé cuando volví a sentir la entrada de sus dientes en mi cuello.
Luego, en una entrega fuera de toda valoración humana, continué aceptando la transfusión que le estaba brindando a cambio de mi incontrolado placer carnal, siendo consciente de que ésas eran las «satisfacciones» que yo merecía. Unos segundos después de que Ella cesara de morder en mi cuello, abandonando la succión de mi sangre, recuerdo que volví a perder el conocimiento. Ahora me resulta imposible cuantificar los «orgasmos de sangre» que llegué a conquistar en aquel instante sublime.
(¿Bajo qué maldito influjo califico de sublime lo que fue una auténtica posesión satánica o vampírica? Ahora que confío al papel aquel instante, con la ilusa esperanza de impedir que otros sean reos de este maleficio, para mí ineludible, combaten en mi ánimo el insulto, la rabia y el odio al infernal verdugo con la necesidad de ser objetivo al narrar todo lo sucedido.
«Pero, ¿se encuentra a mi alcance la objetividad cuando sé que mi muerte es cuestión de unas horas o de unos minutos...? ¡Dios, Dios! Tengo que seguir, aunque sólo sea por solidaridad con todos los seres humanos...»).
Al día siguiente desperté sintiéndome presa de una mayor debilidad que la noche anterior. Pero las ideas y los temores eran nítidos: en un tropel llegaron a mi cerebro, y no me costó clasificarlos. Supe que había sido raptado por alguien que, después, me trajo a la casa de Verónica Aisworth. ¡Ella era una mujer vampiro!
Todo estaba muy claro: el encuentro misterioso, la fascinación esclavizadora, la petición de silencio, mi espera anhelante y la caza miserable de mi persona. Cada fase de esta trampa únicamente había perseguido mi desaparición, sin que nadie pudiera suponer cuál era mi actual paradero. «¡Pero yo conseguiré escapar de aquí!», me dije sobrevalorando mis propias fuerzas. Abandoné la cama con pasos vacilantes, me puse una bata que vi colocada en el respaldo de una silla, me calcé unas babuchas hindúes y me dirigí hasta una de las puertas. Abrí la que correspondía al cuarto de baño. Pensé que no me vendría mal darme un buen remojón, porque necesitaba eliminar, aunque sólo fuera en una mínima parte, el aturdimiento que me agobiaba. El agua fría me ayudó a reaccionar, a la vez que transmitía a mi ánimo una audacia que iba a precipitar el macabro y repulsivo desenlace de mi secuestro.
La otra parte del dormitorio se abría a un corredor alfombrado, al final del cual descendía una escalera con pasamanos del siglo XVI. Pero el edificio no parecía contar con más de cincuenta años. Me decidí a iniciar una exploración del lugar, siempre deseando encontrar un medio de evasión. En seguida abrí las fallebas de un ventanal de cristales pintados con motivos satánicos, y me tropecé con una reja formada con barrotes de acero de unas cinco pulgadas de diámetro. También encontré una especie de malla o mosquitero de bambú, o de un material similar, que servía para tamizar aún más la luz del día. «Los vampiros no resisten la claridad solar», recordé con una tenue sonrisa en mis labios y en mis ojos. «¿Significarán estas medidas que Verónica puede vivir a otras horas que no sean las nocturnas? Seguro que aquí no encontraré ajos; pero si me resultará sencillo realizar una tosca cruz defensiva...».
El simulacro de libertad que creía estar disfrutando era de estas estúpidas disquisiciones. Cerré el ventanal con decisión, me quedé mirando a una de las encendidas lámparas de gas, y seguí con mi ilusa acumulación mental de elementos defensivos. Seguidamente, descendí a la planta baja con paso más firme. Continuaba rodeándome una semipenumbra, a la que mis ojos se habían habituado, y las alfombras del suelo amortiguaban mis pasos. Repentinamente, escuché la introducción del Concierto en la mayor de Bach, y el corazón se me subió a la garganta: ¡era Joshua Bennington, mi amigo desaparecido, el que estaba tocando ese violín maravilloso! Corrí a la estancia de la que salía la melodía, ¡y le vi, en el fondo, con toda su concentración mayestática, logrando como siempre que el violín formase parte de su cuerpo!
Mis piernas se detuvieron, un ahogo de emoción me inundó la garganta imposibilitándome el habla, y las lágrimas acudieron a mis ojos... ¡Joshua, mi «hermano», estaba vivo! Sin embargo, cuando había conseguido que la emoción no me impidiera avanzar unos pies, la realidad me golpeó de lleno. Porque el espejismo acababa de ser destrozado igual que un cristal al recibir el brutal impacto de una pedrada... Entonces acusé la segunda evidencia del poderío sobrenatural de Verónica: ¡aquella figura no era real, sino un autómata de una gran perfección!
(Pienso que de no haber visto otros ingenios parecidos, ninguno de la calidad suprema de aquél, hubiese tardado más tiempo en descubrir la morbosa añagaza...)
Unos dedos de hielo presionaron mi corazón, me puse a balbucir frases incomprensibles, como de disculpa y desesperación, y me detuve ante el muñeco violinista. ¡Ni los más afamados museos de cera hubiesen conseguido un parecido tan exacto... tan real dentro de su irrealidad! Sólo fijándome detenidamente, advertí que el arco del violín y los dedos que presionaban las cuerdas no coincidían con las notas que se escuchaban. Además, el sonido, rico en un principio, iba perdiendo calidad debido a que el fonógrafo, oculto en alguna parte, ya no giraba a las mismas revoluciones. Todo mi cuerpo se hallaba bañado de sudor. Sin saber porqué lo hacia, levanté la mano derecha para tocar el rostro del autómata. ¡Estaba cubierto de piel humana auténtica, porque yo desconocía que se hubiera inventado una materia que la pudiera sustituir con tal perfección!
Por eso grité, vociferé y aullé, aplastado por el silencio en el instante que recuperé la lucidez, mental. Con aquella figura quieta ante mis ojos, cruelmente burlona al estarme mirando fijamente, me asaltó la realidad de mi absoluta indefensión. Pero las sorpresas no habían concluido: a mi derecha y a mi izquierda se encendieron dos puntos de luz, sin que yo advirtiese cómo se habían prendido las lámparas de gas, ¡y en unos pequeños escenarios aparecieron Frederick Schwartz, el abogado, y Charles Vuderhill, el novelista! Mi primera reacción fue la de quererme unir a cada uno de ellos en un abrazo emocionado... Me contuve a tiempo, porque sólo eran muñecos tan perfectos como el anterior. ¿Qué significaban estos tres hallazgos? ¿Debía suponer que mis amigos habían sido secuestrados, como yo, para entregarle su sangre y su vida a Verónica Aisworth, y luego servir al diabólico constructor de los autómatas? ¿Cómo valoraría esto: una demostración excepcional de fetichismo o el trofeo «casi real» que necesitaba la vanidad de una criatura satánica?
La tromba de preguntas me obligó a permanecer quieto durante unos instantes. Después eché a correr lejos de aquella habitación, impulsado por una cólera instintiva y con la razón desbocada por el pánico. Quería evadirme de aquella pesadilla. Pero, en la misma puerta, me tropecé con un gigante de más de ocho pies de estatura y ciento veinte libras de peso, de cráneo rapado, tuerto y con el rostro cruzado por unos costurones sanguinolentos. Las aspas descomunales de sus brazos y piernas me cerraron totalmente el paso.
—Acompáñeme al comedor, mister Frayser. La cena está servida y la Señora le espera —dijo con una voz gangosa—. No me gustaría romperle los huesos del cuello antes de tiempo...
Quise retroceder, y él me atenazó por el antebrazo derecho. Materialmente fui arrastrado por las gruesas alfombras que cubrían el suelo de tres habitaciones. Durante este forzado recorrido, comprendí que aquel energúmeno era el que me había raptado en el jardín del balneario. Y aprecié, al mismo tiempo, que sus manos poderosas se formaban con unos dedos excesivamente largos y sensitivos. Me recordaron a los de Joshua Bennington, aunque no había duda de que los superaba en longitud y en flexibilidad.
—Buenas noches, Ronald —me saludó Verónica desde la cabecera de una mesa de banquetes, en la que se habían colocado los cubiertos para un solo comensal—. Como no quiero infravalorar su inteligencia, he de suponer que ya se habrá hecho usted una idea del peligro al que se enfrenta, ¡y de las inmensas «satisfacciones» que va a proporcionarnos, a la vez, que nosotros le proporcionaremos a usted!
El coloso me sentó en una silla tapizada de rojo terciopelo, manejándome como si yo fuera un crío, y se quedó a mi lado, sin dejar de vigilarme con su único ojo. Tragué saliva, aunque era muy escasa la que quedaba en mi boca, y repliqué:
—¿Por qué nos ha elegido a los cuatro?
—Veo que su sagacidad es intuitiva, lo que admiro. También aplaudo que haya dado con su pregunta una gran importancia a la amistad. No esperaba menos de usted... Verá, procurando ser concisa, le diré que ha resultado muy fácil la selección, porque ustedes formaban el grupo de «calaveras» más popular de Londres.
—¿No me hará creer que una mujer como usted, una vampira, es enemiga de los machos seductores, como las sufragistas? —pregunté con una sorpresa acaso nacida de una lógica deformación profesional.
—¡No, ciertamente que no! Ustedes cuatro no son los «calaveras» enfermizos, más bien tísicos, que puede una encontrar en París, en Roma o en Baden Baden, sino jóvenes deportistas, llenos de vitalidad física y amorosa y poseedores de una sangre de primerísima clase... ¡Hace siglos que no sorbía una sangre igual, se lo aseguro!
Un velo de desesperación se formó ante mis ojos, y quise abandonar el asiento; pero el carcelero me lo impidió sujetándome por los hombros, para incrustarme materialmente en la tapicería de la silla.
—No maltrates «nuestra comida», querido Joseph —recomendó Ella haciendo gala de una cruel ironía—. ¿Por qué palidece usted, Ronald? Le advierto que el terror enriquece su fluido sanguíneo, yo diría que hasta lo oxigena... A pesar de que su mente no debe estar para muchas deducciones, supongo que no le habrá pasado por alto que he dicho «nuestra comida»... En efecto, Joseph, que es un fantástico constructor de ingenios mecánicos, también reúne la cualidad de ser un caníbal auténtico: un degustador del corazón, de los hígados y de todos los órganos internos del cuerpo humano. Pero no le atraen las primeras capas de piel, quizá porque éstas las necesita para conferir tanto «realismo» a sus autómatas. Le diré que él mismo diseca los cadáveres, y luego...
No pude escuchar más atrocidades.
Sin dejar de vomitar, me tapé los oídos con las dos manos, rabiosamente. De pronto, en un impulso de supervivencia, creí que contaba con una baza de salvación. Por eso cogí los cubiertos y formé una cruz, que intenté elevar frente a mi diabólica enemiga. Al instante recibí unos golpes brutales en las manos y en el cuerpo, que me hicieron rodar por los suelos. Quedé aturdido. La alfombra impidió que se me rompiera la cabeza. Aún no me explico cómo encontré fuerzas para echar a correr. Lo hice por los pasillos, habitaciones, escaleras, corredores y sótanos de la mansión. En todos los lugares me fue imposible vencer la resistencia de los barrotes y de las mallas de bambú, aunque siempre dispuse del tiempo suficiente para abrir las fallebas y las cerraduras. Sólo se me resistió la que correspondía a la puerta principal. Entregado a una creciente desesperación, con las pupilas casi fuera de las órbitas, ahogado por la fatiga y dominado por el terror, me adentré por el pasillo más tétrico.
Acaso creyendo que la oscuridad me podía brindar alguna posibilidad de salvación, o la oportunidad de disponer de unos minutos para razonar. Los suficientes para hallar una solución. ¡No, no! Sólo me impulsaba el instinto de supervivencia, los últimos testimonios de una voluntad que no quería entregarse a la muerte sin luchar. Repentinamente, encontré mi camino cerrado por una pared. No veía nada. Tanteando localicé la manija de una puerta, que cedió ante mi primera presión... Crujieron las bisagras con un sonido precursor de lo que me aguardaba, y una fetidez de sepulcros abiertos me golpeó de lleno. Retrocedí unos pasos, quizá intuyendo que iba a encontrarme con un nuevo peligro.
Pero, ¿podía ser mayor que ese otro que representaban Verónica, la vampira, y Joseph, el caníbal constructor de autómatas? Sin dudarlo ni un segundo más, rebasé el umbral apoyándome en las paredes. Seguía moviéndome en la más absoluta oscuridad, por lo que debía asegurarme del lugar donde pisaba. Llegué al final de un descansillo, y con la parte delantera de la babucha localicé el comienzo de una encharcada escalera de piedra. Mis dedos se aferraron a una gruesa maroma salitrosa, que tal vez fuera un pasamanos descendente. La tomé como referencia y asidero. Contando con esta débil seguridad física, comencé a descender escalón tras escalón, muy despacio. Cerca escuché el correteo de las ratas, y una cayó encima de mí, sobre mi hombro derecho... ¡A punto estuve de perder la sujeción por culpa del escalofrío de repugnancia que convulsionó todo mi cuerpo!
Pero conseguí recuperar el equilibrio, no queriendo caer rodando hacia el abismo de negrura, hedores y frialdades que se extendía delante de mí. Proseguí el lento descenso, notando que cada vez, se iba adueñando de mi cerebro una sensación de impotencia, de un cobarde fatalismo. De pronto, sin causarme asombro, ya que mis fuerzas y mi mente se hallaban sumidas en un letargo casi absoluto, se encendieron varias lámparas de gas en distintos puntos de las paredes.
(Algún oculto mecanismo debía haber producido las llamas, con el único fin de que aquel teatro de horror me fuese totalmente visible... ¡Porque se me reservaba el más envenenado de los encuentros!)
A pesar de la relativa claridad, ya que la luz, artificial no conseguía eliminar las penumbras en muchos de los extremos y recodos, me costó varios minutos hacerme una idea exacta de la estancia donde había entrado: un sótano-bodega en el que unas grandes cubas formaban un semicírculo alrededor de cuatro ataúdes. Uno de éstos, el que ocupaba el centro, descansaba sobre un pedestal de negro alabastro, su madera había sido barnizada con un rojo oscuro y se hallaba totalmente abierto, por lo que se veía el terciopelo brillante que recubría su interior. Además, la tierra del suelo se encontraba empapada de un líquido cenagoso, que servía de zona de correteo a cientos de enormes ratas.
Sin saber por qué lo hacía, ya que allí no había ninguna otra salida, continué descendiendo los últimos escalones. Sin dejar de sujetarme a la maroma verdosa cubierta de musgo. Mi voluntad era la de un hipnotizado que avanzaba, lentamente, hacia las fauces abiertas de un implacable depredador. ¡Súbitamente, antes de que me llegase sonido alguno, vi cómo se empezaban a desplazar las tapas de los otros tres ataúdes! Clavado en el suelo, con los dedos entumecidos y la voluntad rendida, asistí a un proceso alucinante: las maderas se estaban moviendo pausadamente, a la vez que surgían unas manos humanas desprovistas de piel, con los nervios, las venas y los tendones montando sobre los huesos. ¡Y largos momentos después, aparecieron unos cadáveres desnudos, a los que les faltaba toda la parte externa del cuerpo, lo que les hubiese podido individualizar o hacerles reconocibles!
Eran unos auténticos monstruos... ¡Qué se acercaban a mí, balanceantes, con los brazos extendidos y las bocas «siempre rientes» al faltarles los labios!
—¡Necesitamos tu sangre... Tu preciosa sangre... No puedes negárnosla, Ronald...!
Las exclamaciones susurrantes, desesperadas, unido a la circunstancia de que supieran mi nombre, me permitieron comprender que aquellos no muertos eran mis tres amigos... ¡Lo que quedaba de mis «hermanos» después de haber sido víctimas de Verónica, la vampira, y de Joseph, el caníbal!
¡No, no me unía ningún vínculo de afinidad, de fraternidad, con aquellos repugnantes cadáveres!
Por eso encontré las fuerzas suficientes para retroceder, necesitando escapar de aquel horror venenoso, que era mucho mayor que todos los anteriores que había sufrido en esta mansión infernal. Conseguí superar cuatro o cinco escalones, sin dejar de mirar a mis enemigos... Se hallaban tan cerca, que pude comprobar que estaban exangües, y que sus caninos eran afilados, tanto como los de Ella... ¡Se habían convertido en vampiros!
Esta terrible evidencia me obligó a olvidar mi propia seguridad. Por este motivo resbalé en la piedra empapada, con tal violencia que de nada me sirvió la sujeción que me proporcionaba la maroma posamanos de la escalera. ¡Y caído en el suelo, temblando de impotencia, contemplé cómo las bocas de los tres no muertos se abrían, horripilantes, buscando el bocado que suponía mi cuerpo aún repleto de líquido vital!
—Tu sangre es nuestra, Ronald... La necesitamos... —susurraron gangosamente, muy cerca de mi cuello.
Sus gargantas vomitaban la fetidez de un aliento corrompido y sus ojos, sin párpados, eran el reflejo de la más repelente de las hambres... Me tapé la cara con el brazo izquierdo, me arrastré por el suelo y conseguí balbucir:
—¡No, no... Por la memoria de nuestra amistad..., dejadme vivir...! ¡Volved a vuestros ataúdes... Os lo suplico...!
—Seguirás vivo, Ronald... ¡Nada más que nos tienes que dar un poco de tu sangre... tan preciosa para todos nosotros...!
No sé quién se adelantó a los demás, porque resultaba imposible reconocerlos. De lo que sí estoy seguro es de que su respiración llegó a abrasarme la piel, muy cerca de la carótida... ¡Iba a clavarme sus colmillos en los puntos de succión, en las mismas cárdenas heridas dejadas por Ella! De repente, igual que si se hubiera desatado un huracán de viento y chispas eléctricas, todos fuimos desplazados violentamente contra las paredes. Quedamos formando un círculo, en cuyo centro se alzó la figura de Verónica Aisworth.
—¡Fuera de aquí, gusanos! ¡Este hombre es mío, SOLO MÍO! —gritó con una voz tronante.
Los tres no muertos la obedecieron protestando rastreramente, en una demostración de sumisión infrahumana... ¡Y, en aquel instante, supe que ese era el destino que me esperaba si continuaba en la mansión! La amenaza me pareció tan abyecta y terrorífica que, haciendo el último acopio de fuerzas, conseguí escapar del sótano. Para correr sin ninguna dirección fija, forzando las manijas de las puertas, las fallebas de las ventanas y los cerrojos siguiendo una inercia de supervivencia. Finalmente, jadeante y sin fuerzas, vencido, quedé inmóvil en un rincón, sabiendo que Joseph, el caníbal que convertía la piel de los cadáveres humanos en la cubierta de sus autómatas, venía a por mí. Le vi aparecer sin dar muestras de cansancio, muy seguro. Me pegué a la pared, sabiendo que ya era totalmente imposible seguir resistiéndome.
Después, el coloso me sumió en la inconsciencia con un simple puñetazo. Volví a la realidad en varias etapas, debido a mi gran debilidad. Más tarde, cuando acababa de darme cuenta de que me habían devuelto al dormitorio, escuché unos gritos alucinantes. La idea de que allí se encontraba un compañero de sufrimientos impulsó mi curiosidad. Conseguí llegar a la puerta apoyándome en los muebles y en las paredes. Salí al corredor. Los gritos venían de una habitación cercana.
(En ningún momento pensé que podía tratarse de alguno de mis ex amigos. Porque cada uno de mis actos se hallaba fuera de todo autocontrol racional.)
No obstante, a medida que iba acercándome a aquel lugar, lo que me había parecido una protesta se fue convirtiendo en una demanda amorosa, en una súplica de mayores castigos. Así me encontré con un nuevo espectáculo dantesco: Verónica estaba azotando con un knut a Joseph, el cual ofrecía su desnudez, sus risas y sus lamentos a quien le estaba satisfaciendo sus placeres masoquistas. Encima debí reconocer que Ella se exhibía tan hermosa, tan «sublime», como en el momento que se acercaba a morder mi cuello rendido. Podía haber aprovechado la ocasión para repetir el intento de fuga; sin embargo, permanecí quieto, hasta que el coloso, cuyo rostro y cuerpo aparecían cruzados por infinidad de costurones sanguinolentos, me condujo a mi encierro.
¡Cómo se reía el maldito al comprobar mi mansedumbre!
Nada más que me volví a encontrar solo, comencé a reprocharme no haber peleado hasta la muerte. Mientras tanto, en el fondo de mi cerebro, algo me decía que mi sumisión era la del esclavo, porque mi único deseo era repetir las «satisfacciones», los orgasmos de sangre de la noche anterior..., ¡a pesar de que me esperase el destino de a mis tres «hermanos»!
No tenía hambre, a pesar de que llevaba cuarenta y ocho horas sin probar bocado. Pero la sed ardía en mi garganta. Bebí el contenido de un vaso, que estaba junto al candelabro; y, al momento, me desplomé fulminado por un narcótico. Y fui a despertar en el instante infernal que Ella se encontraba a mi lado: con sus sedas transparentes, su cuerpo perfecto totalmente expuesto a mis ojos y su boca abierta. La aparición de sus colmillos, afiladísimos, despertó mil vibraciones de pasión en la piel de mi cuello. Un conocido enervamiento se apoderó de mi cuerpo, para que se disparara la excitación orgásmica, más fuerte que la vez anterior. ¡Y cuando se efectuó la doble penetración, para que su garganta comenzase a succionar mi líquido vital, mi mente quiso hacerse una protesta; sin embargo, todo mi organismo se rendía, aceptando un destino que me iba a arrastrar más allá de la muerte. A la esclava existencia de los vampiros!
Las velas del candelabro se están consumiendo y casi no queda tinta. Debo terminar en este punto. Ya han transcurrido veinte horas desde que Ella me chupó la sangre por segunda vez. Sé que moriré cuando repita su festín y que, más tarde, convertirán mi cadáver en el alimento del caníbal que también utilizará mi piel para uno de sus autómatas... ¡Quedaré transformado en un monstruo vampirizado, como mis tres amigos!
«Pero, quizá, consiga alertar a alguien si enrollo cada una de estas cuartillas. Las haré pasar por los orificios de la malla que cubre una de las ventanas. Debo intentarlo. Aunque...
¿No me habrán dejado mis enemigos el material de escritorio para que crea en la ilusa posibilidad de escapar de esta tumba, de este lugar donde me ha traído la fascinación devoradora de una mujer vampiro?... ¡Ya siento su proximidad... Cómo la amo! ¡No, no...!
¡Ella volverá a morderme en el cuello, para succionar hasta la última gota de mi sangre, hasta darme muerte...! ¡Pero la tendré tan cerca, tan hermosa... Tan monstruosamente devoradora! ¡¡Cómo necesito los orgasmos de sangre que Ella me permite conquistar!!
Admito que me enfrento a la posibilidad de no ser creído por quienes lean estas cuartillas atiborradas de letras temblorosas y regadas de borrones, porque el pulso se me encabrita, y las ideas se agolpan en mi cerebro queriendo salir todas al mismo tiempo... (La vela se agita ante mí, provocando sombras que parecen ser hijas de los terrores que emanan de este lugar tétrico. Se escucha el silencio, y mi respiración se hace cada vez más débil... Tengo sed, ¡mucha sed! Pero no beberé de ese vaso que me espera, cuyo contenido envenenado doblegaría los últimos vestigios de mi vieja y fraterna integridad... ¡Dios, Dios! ¿Por qué me entrego a esta pausa absurda cuando la muerte puede llegarme en cualquier instante...?).
Hace no sé cuanto tiempo yo era un periodista cotizado, que trabajaba para el London Reporter. Jamás me había llamado la atención eso que empezaba a estudiarse como «criminología», hasta que tres de mis mejores amigos desaparecieron. Luego, no conseguí localizarles a pesar de que visité las comisarías, los hospitales, las agencias inmobiliarias, las empresas de viaje, y todos los demás organismos públicos y privados a los que cualquier ciudadano recurriría en el caso hipotético de que deseara esconderse durante una temporada. Terminé por acudir a la más prestigiosa agencia de detectives de Inglaterra, y sólo obtuve una factura de mil quinientas libras esterlinas por un portafolios en el que no encontré ninguna información aprovechable.
Dado que soy reportero, se ha de entender que también dispuse de la colaboración desinteresada de quienes, por lo general, disponían de mejores fuentes de noticias que Scotland Yard. Sin embargo, mis compañeros sólo me hicieron partícipe de sus suposiciones, todas muy lógicas y apasionadas, con lo que aumentaron mi confusión, sin que me arrebatasen ni un ápice de la necesidad de llegar al final de una investigación que ya se había convertido en mi obsesión...
El primero que desapareció fue Joshua Bennington, un magistral violinista de treinta y dos años, tan hermoso y arrogante como un semidiós griego, junto al cual yo había gozado de infinidad de aventuras sentimentales y de borracheras, tanto de alcohol como de morfina, y últimamente veníamos compartiendo a dos chiquillas, deliciosamente calientes y atrevidas, que descubrimos en un cabaret del Soho. Al segundo que dejé de ver se llamaba Charles Vuderhill, y era un discutido novelista de éxito. Pese a sus veintiocho años de edad, ya había publicado más de quince títulos que las mujeres inglesas devoraban porque, sabiendo él bordear la frontera de la cada vez menos rígida censura victoriana, combinaba como nadie la sensualidad, el morbo, la tragedia y la aventura. Acostumbraba a ser mi pareja en los juegos de naipes y en el billar, y gracias a su aportación valiosísima yo pasaba por ser uno de los hombres más afortunados de Londres.
Y el tercero, Frederick Schwartz, contaba treinta y tres años y dirigía uno de los más solicitados bufetes de abogados. Tan atractivo como los anteriores, así como tan conquistador de corazones apasionados y fáciles en el terreno sexual, se había ganado su prestigio defendiendo y «salvando de las garras de la Justicia» a varias damitas que corrían el peligro evidente de acabar en la horca. Pero como gustaba del deporte, para no perder la forma física, solía telefonearme dos veces por semana con el fin de que nos enfrentásemos en un partido de tenis o en un combate de boxeo, y siempre recurría a mí cuando su conquista de turno le imponía la presencia de una fiel amiga. En vista de lo que acabo de exponer, es fácil deducir que yo quería a estos tres personajes como si fueran mis hermanos. De ahí mi obsesión por localizarles. A tal extremo llegué en mi empeño, que convencí a los dos propietarios de mi periódico con el propósito de que me concedieran unas páginas en las ediciones de la mañana. Me concentré con tanta intensidad en esta tarea, que los lectores y lectoras reaccionaron de una forma muy positiva, sólo en el terreno comercial, por lo que mis editores se vieron obligados a duplicar la tirada del London Reporter. Creo que recibimos decenas de miles de cartas, con lo que se nos impuso contratar a una veintena de especialistas en clasificación de correspondencia. También hubo semanas que dispusimos de la colaboración de centenares de detectives, la mayoría aficionados, y de una cantidad similar de informantes anónimos.
No sé cómo pude desarrollar una actividad que llegó al límite del agotamiento físico y mental, pues calculo que llegué a dormir unas tres horas diarias durante aquel mes de locura. Porque me empeñé en comprobar personalmente las pistas que me parecieron más válidas: recorrí Inglaterra cinco veces, navegué a las costas españolas, francesas, danesas y hasta a las finesas... ¡Sin encontrar a uno solo de mis amigos! La muerte de la Reina Victoria puso fin a nuestra empresa, debido a que no podía haber otra noticia más importante. Y así me encontré viviendo unas noches de relativa calma. Por eso decidí abandonar Londres. Estaba convencido de que jamás lograría localizar a mis «hermanos»...
¡Y, de pronto, Ella apareció!
Los ojos se me llenan de lágrimas, la piel de mi cuello palpita en la demanda del encuentro esclavizador y mis instintos me exigen que me someta. Porque el premio será tener derecho a verla cerca de mí un día más, a sentir su presencia fascinante, a escuchar sus palabras embriagadoras, y a extasiarme ante su belleza sobrenatural, única... ¡No es cierto!
«¡Ella supone la muerte...! ¡Mi muerte tan próxima e irremediable!» Debo escribirlo todo, aunque sólo exista una remotísima posibilidad de que alguien llegue a leer estos papeles...».
Recuerdo que era de noche. Yo permanecía sentado en una hamaca de la terraza del balneario, sujetando con la mano derecha la última novela de Stevenson, The Weir of Hermiston, y los pensamientos se me habían recargado de sensualidad bajo la luna llena... ¡Entonces pasó ante mí una figura de mujer! Mis pupilas casi no la vieron; sin embargo, todo mi ser acusó su presencia, como si cada uno de los poros de mi piel se hallaran cargados de limaduras de hierro, que hubieran sido sometidas a una actividad prodigiosa por el imán extraordinario que poseía aquella criatura excepcional.
Para un mujeriego como yo, que siempre contaba con un montón de damitas entre las que poder elegir mi pareja para la velada de aquella noche o para disfrutar de una corta temporada, ese comportamiento de chiquillo enamoradizo me resultó digno de ser experimentado. La seguí sin esconderme, y dejando bien patente mi interés por Ella. En cierto momento eché a correr, temiendo haberla perdido en la conjunción intrincada de paseos que atravesaban el jardín del balneario. Pero no tardé en verla sentada en un banco, sola. Me quedé inmóvil, a unos diez pies de distancia, mirándola extasiado... ¿Es posible que tanta hermosura se pudiera concentrar de aquella sublime manera en una sola mujer?
Yo jamás había visto una perfección de líneas, de formas y de expresiones como las que tenía ante mí. Supongo que debí manifestar el mismo arrobamiento que domina a un amante de cualquiera de las Bellas Artes cuando, por fin, se encuentra frente al regalo contemplativo, también auditivo e intelectual, de esa cumbre, única, que supone el techo supremo de sus apetencias y de sus sensibilidades. A punto estuve de caer de rodillas, para adorarla igual que si yo fuera un indígena primitivo e ignorante, y ella la diosa pagana que siempre había estado esperando. Pero me contuvo el orgullo y el civilizado reconocimiento de que estaba siendo víctima de una «enfermedad romántica» generada por los días que llevaba sin tratar con el sexo femenino. Cuando estimé que era dueño de mi aplomo habitual, me aproximé a la desconocida.
—¡Buenas noches! —saludé forzando un tonillo despreocupado, aunque sin dejar de vigilar cada una de sus reacciones.
—Buenas noches...
Su voz llegó a mis oídos como los arpegios más divinos del violín de Paganini, y mi seguridad de conquistador se quebró. No obstante, intenté combatir la extraña timidez que me invadía.
—Hace una noche deliciosa... Es la primera vez que la veo por aquí... ¿Es usted cliente del balneario, miss...?
—Miss Aisworth; pero llámeme Verónica —dijo Ella, mirándome directamente a los ojos—. Sólo estoy de paso. He venido a saludar a una amiga... Conocía este jardín, y he querido disfrutar de su tranquilidad, de su soledad...
—¿Debo entender que la molesto, Verónica? —pregunté con un tono solícito, propio de quien ya únicamente podía vivir para obedecerla.
—No, por favor, no me interprete mal. La soledad compartida pierde toda su frialdad para hacerse un placer comunicativo: sobran las palabras, debido a que la respuesta del acompañante la captamos a través de su respiración y de esas otras emociones que sólo los necios llaman mudas. En este mundo herido por los pragmatismos, siempre conviene fomentar el goce de lo cotidiano... de lo eterno. La noche, la luna, el aire en reposo, toda la vida que nos rodea y el hecho tan palpable de que usted y yo empezamos a ser los protagonistas de unas vivencias que tardaremos en olvidar.
—¡Yo nunca la olvidaré a usted, Verónica!
La exclamación brotó espontánea, incontrolada, dando testimonio de que ya no me pertenecía: era su esclavo, su admirador más fiel y menos exigente, y un pelele que Ella podía controlar a su capricho. Pero de esto último tardé demasiado tiempo en darme cuenta.
—Sé que usted nunca me olvidará, Ronald.
(¿Cómo no me extrañó que conociese mi nombre y que se mostrara tan segura de su dominio sobre mi cerebro? Yo no era un periodista famoso fuera de los círculos profesionales de Londres, por lo que debió resultarme ilógico que aquella desconocida pudiese identificarme. Además, me había relacionado con cientos de mujeres... ¡Qué borracho me sentía de vanidad, qué ciego y qué torpe!)
—Tengo que irme, Ronald.
—¿Me permite que vuelva a acompañarla, Verónica? ¿Dónde reside usted? ¿Me autoriza a que vaya a buscarla a su domicilio? ¿Le parece bien mañana, a la hora del té?
—¡Cuántas preguntas a la vez, Ronald! Ya veo que es usted un amigo apasionado y muy cordial, lo que me agrada. Le ruego que tenga paciencia durante unas horas. La situación actual de mi familia me aconseja que no le dé mi domicilio, ni que le permita que me visite... Le recomiendo que no empiece a cavilar sobre mi suerte, pues le aseguro que ésta es pasajera. Dentro de dos noches, a esta misma hora, yo estaré aquí para ofrecerle todas las satisfacciones que merece la amistad que usted acaba de ofrecerme... Ahora le pido que no me siga. Me ocasionaría un gran disgusto si no me obedeciese. También le aconsejo que no cuente a nadie que nos hemos visto. Estas vivencias son sólo nuestras, de nadie más. ¡Gracias por su compañía y por su amistad, Ronald!
Se marchó de mí, y yo me quedé mirándola, aceptando el papel de un perro amaestrado a pesar de que toda mi voluntad me exigía ir tras de Ella. Luego, abandonado en aquella isla del jardín, me di cuenta de que estaba deseando que transcurriesen las cuarenta y ocho horas que iba a tener que esperar... ¿Qué tipo de satisfacciones me proporcionaría el reencuentro?
Estaba enamorado. Era como un colegial que pierde el sueño aguardando el encuentro con la amada. Después, no conseguí entretenerme con la lectura, ni con el tenis, y tampoco atendí las repetidas llamadas telefónicas que sonaron en mi habitación. Respecto a las comidas, creo que me limité a probar algunos platos. Porque mi hambre era otra: tan poderosa que anulaba a todas las demás. Llegó el momento de la cita. Me arreglé con el mayor esmero, me perfumé discretamente, elegí un bastón de nácar, que no necesitaba, pero que tenían la costumbre de llevar los elegantes londinenses. Aparecí en el jardín diez minutos antes. Por nada del mundo me hubiese retrasado. Procuré que nadie me viese, dado que a Verónica le gustaba tanto la soledad. Por eso me encontré junto al banco en el momento que era mayor la calma del aire y de la naturaleza. Sin dejar de fijarme en que el viento acababa de desaparecer, repentinamente, y que hacía calor. En la bóveda celeste la luna llena me miraba.
Formé una sonrisa idiota, eché un vistazo a mi reloj de cadena, que marcaba las diez y cuarto, y comencé un paseo cada vez más intranquilo. Pero en ningún momento me distancié más de veinte pies del banco. Un miedo a que Ella se hubiera olvidado de mí comenzó a perforarme el cerebro. Varias gotas de sudor se formaron sobre mi bigote y en mis pabellones nasales; mis manos no encontraron lugar en el que aquietarse, y el silencio me dañó los oídos de tanto esperar a que lo rompiese el sonido de unos pasos, que yo sería capaz de distinguir entre un millón.
Repentinamente, en una acción relampagueante, escuché un ruido anormal, me volví sobresaltado y algo me atrapó todo el cuerpo, después de superar el obstáculo de mi cabeza en movimiento. Una especie de lazo me rodeó por los brazos y por la cintura. Intenté luchar contra aquel ataque inesperado, pero mi enemigo era dueño de una fuerza descomunal. Me acababa de inmovilizar por completo, ya que hasta había tenido tiempo de atarme las piernas. Sintiéndome víctima de una situación incomprensible, quise gritar con todas mis fuerzas. Pero me enfrentaba a alguien que conocía su oficio. Presionó su manaza sobre mi boca, localizándola a pesar de que yo estaba cubierto con un saco y, a la vez que me impedía mover los labios, se cuidó de hacerme inhalar algún narcótico de efectos casi fulminantes. A los pocos segundos el cerebro se me llenó con el rostro de Verónica, precisamente en el momento que me decía: «...yo estaré aquí para ofrecerle todas las satisfacciones que merece la amistad que usted, acaba de ofrecerme»; seguidamente, la imagen comenzó a agigantarse y a dar vueltas como si estuviera en el centro de una espiral de curvas enloquecidas o de un torbellino de ondulaciones cargadas de agresividad; y la larga frase comenzó a acortarse hasta quedar sólo en la palabra «satisfacciones». Entonces, esta voz, irónica fue decreciendo, sin cesar de repetirse, hasta que dejé de oírla.
Es lo último que recuerdo antes de perder el sentido. Me desperté vomitando una papilla verde. El narcótico había sido éter. La certeza debió nacer de un rincón intacto de mi mente. Me sentía mareado, muy débil y en la boca mantenía una náusea, que era el reflejo del estado total de mi organismo. Cerré los ojos, sin darme cuenta de dónde estaba y de qué había sucedido. Ignoro el tiempo que permanecí entregado a aquel denso sopor, en cuyo interior comencé a vislumbrar retazos de la realidad circundante: un ventanal, en el que unas cortinas de seda eran mecidas por el aire; las llamitas oscilantes de un candelabro; el techo de la estancia, donde la imaginación de un pintor rococó parecía haber representado un aquelarre —no distinguía bien los personajes, pero el motivo principal lo formaba un riente diablo de impresionante aspecto—; supe que era de noche; y...
¡¡¡Ella estaba ante mí!!!
Vestía una túnica blanca, de seda transparente. Su desnudez era estatuaria, fríamente perfecta, excitable. Sus ojos y su boca poseían la fascinación de los misterios por los que todo ser humano entregaría la vida. El mensaje insondable, a la vez que retador, erizó cada vello de mi cuerpo, confirió claridad a mi mente, hizo que mis brazos temblasen y llevó a mis genitales las palpitaciones del deseo. Sin embargo, me fue imposible realizar movimiento alguno. Con los párpados abiertos exageradamente, las pupilas inmovilizadas y los iris convertidos en espejos llenos de su imagen, supe que yo era la sumisión y Ella la acción dominadora, mi dueña.
Se detuvo a mi lado. Su fascinación me deslumbraba sin forzarme a cerrar los ojos. Olía a unas flores que no supe identificar, pero que me embriagaban. Elevó su diestra, de dedos largos y blanquísimos, y movió ligeramente mi mentón hacia la derecha. La piel de mi cuello se entregó a vibrar en una irresistible llamada de deseo, como si adivinara antes que mi cerebro lo que iba a suceder. Con el rabillo del ojo contemplé cómo la boca de Verónica se abría voluptuosamente, cómo su lengua producía un chasquido de glotonería, y cómo aparecían sus caninos, afilados y sobresalientes cual dagas diminutas. Lentamente, en un proceso similar a la penetración masculina en el coito, sus armas incisivas se aproximaron a los puntos de perforación. ¡Sentí un dolor doble, agudo y muy breve, y en seguida Ella se entregó a sorber y a chupar, porque mi sangre manaba de las heridas como un manantial virgen que necesita abandonar el subsuelo!
A medida que Verónica se apoderaba de mi líquido vital, yo acusaba el enervamiento propio del acto sexual, porque todo mi sistema nervioso estaba gozando con la entrega. De pronto, me creció una tromba de fuego en las ingles, fruto de los pequeños eructos de satisfacción que mi dueña estaba soltando. Y eyaculé cuando volví a sentir la entrada de sus dientes en mi cuello.
Luego, en una entrega fuera de toda valoración humana, continué aceptando la transfusión que le estaba brindando a cambio de mi incontrolado placer carnal, siendo consciente de que ésas eran las «satisfacciones» que yo merecía. Unos segundos después de que Ella cesara de morder en mi cuello, abandonando la succión de mi sangre, recuerdo que volví a perder el conocimiento. Ahora me resulta imposible cuantificar los «orgasmos de sangre» que llegué a conquistar en aquel instante sublime.
(¿Bajo qué maldito influjo califico de sublime lo que fue una auténtica posesión satánica o vampírica? Ahora que confío al papel aquel instante, con la ilusa esperanza de impedir que otros sean reos de este maleficio, para mí ineludible, combaten en mi ánimo el insulto, la rabia y el odio al infernal verdugo con la necesidad de ser objetivo al narrar todo lo sucedido.
«Pero, ¿se encuentra a mi alcance la objetividad cuando sé que mi muerte es cuestión de unas horas o de unos minutos...? ¡Dios, Dios! Tengo que seguir, aunque sólo sea por solidaridad con todos los seres humanos...»).
Al día siguiente desperté sintiéndome presa de una mayor debilidad que la noche anterior. Pero las ideas y los temores eran nítidos: en un tropel llegaron a mi cerebro, y no me costó clasificarlos. Supe que había sido raptado por alguien que, después, me trajo a la casa de Verónica Aisworth. ¡Ella era una mujer vampiro!
Todo estaba muy claro: el encuentro misterioso, la fascinación esclavizadora, la petición de silencio, mi espera anhelante y la caza miserable de mi persona. Cada fase de esta trampa únicamente había perseguido mi desaparición, sin que nadie pudiera suponer cuál era mi actual paradero. «¡Pero yo conseguiré escapar de aquí!», me dije sobrevalorando mis propias fuerzas. Abandoné la cama con pasos vacilantes, me puse una bata que vi colocada en el respaldo de una silla, me calcé unas babuchas hindúes y me dirigí hasta una de las puertas. Abrí la que correspondía al cuarto de baño. Pensé que no me vendría mal darme un buen remojón, porque necesitaba eliminar, aunque sólo fuera en una mínima parte, el aturdimiento que me agobiaba. El agua fría me ayudó a reaccionar, a la vez que transmitía a mi ánimo una audacia que iba a precipitar el macabro y repulsivo desenlace de mi secuestro.
La otra parte del dormitorio se abría a un corredor alfombrado, al final del cual descendía una escalera con pasamanos del siglo XVI. Pero el edificio no parecía contar con más de cincuenta años. Me decidí a iniciar una exploración del lugar, siempre deseando encontrar un medio de evasión. En seguida abrí las fallebas de un ventanal de cristales pintados con motivos satánicos, y me tropecé con una reja formada con barrotes de acero de unas cinco pulgadas de diámetro. También encontré una especie de malla o mosquitero de bambú, o de un material similar, que servía para tamizar aún más la luz del día. «Los vampiros no resisten la claridad solar», recordé con una tenue sonrisa en mis labios y en mis ojos. «¿Significarán estas medidas que Verónica puede vivir a otras horas que no sean las nocturnas? Seguro que aquí no encontraré ajos; pero si me resultará sencillo realizar una tosca cruz defensiva...».
El simulacro de libertad que creía estar disfrutando era de estas estúpidas disquisiciones. Cerré el ventanal con decisión, me quedé mirando a una de las encendidas lámparas de gas, y seguí con mi ilusa acumulación mental de elementos defensivos. Seguidamente, descendí a la planta baja con paso más firme. Continuaba rodeándome una semipenumbra, a la que mis ojos se habían habituado, y las alfombras del suelo amortiguaban mis pasos. Repentinamente, escuché la introducción del Concierto en la mayor de Bach, y el corazón se me subió a la garganta: ¡era Joshua Bennington, mi amigo desaparecido, el que estaba tocando ese violín maravilloso! Corrí a la estancia de la que salía la melodía, ¡y le vi, en el fondo, con toda su concentración mayestática, logrando como siempre que el violín formase parte de su cuerpo!
Mis piernas se detuvieron, un ahogo de emoción me inundó la garganta imposibilitándome el habla, y las lágrimas acudieron a mis ojos... ¡Joshua, mi «hermano», estaba vivo! Sin embargo, cuando había conseguido que la emoción no me impidiera avanzar unos pies, la realidad me golpeó de lleno. Porque el espejismo acababa de ser destrozado igual que un cristal al recibir el brutal impacto de una pedrada... Entonces acusé la segunda evidencia del poderío sobrenatural de Verónica: ¡aquella figura no era real, sino un autómata de una gran perfección!
(Pienso que de no haber visto otros ingenios parecidos, ninguno de la calidad suprema de aquél, hubiese tardado más tiempo en descubrir la morbosa añagaza...)
Unos dedos de hielo presionaron mi corazón, me puse a balbucir frases incomprensibles, como de disculpa y desesperación, y me detuve ante el muñeco violinista. ¡Ni los más afamados museos de cera hubiesen conseguido un parecido tan exacto... tan real dentro de su irrealidad! Sólo fijándome detenidamente, advertí que el arco del violín y los dedos que presionaban las cuerdas no coincidían con las notas que se escuchaban. Además, el sonido, rico en un principio, iba perdiendo calidad debido a que el fonógrafo, oculto en alguna parte, ya no giraba a las mismas revoluciones. Todo mi cuerpo se hallaba bañado de sudor. Sin saber porqué lo hacia, levanté la mano derecha para tocar el rostro del autómata. ¡Estaba cubierto de piel humana auténtica, porque yo desconocía que se hubiera inventado una materia que la pudiera sustituir con tal perfección!
Por eso grité, vociferé y aullé, aplastado por el silencio en el instante que recuperé la lucidez, mental. Con aquella figura quieta ante mis ojos, cruelmente burlona al estarme mirando fijamente, me asaltó la realidad de mi absoluta indefensión. Pero las sorpresas no habían concluido: a mi derecha y a mi izquierda se encendieron dos puntos de luz, sin que yo advirtiese cómo se habían prendido las lámparas de gas, ¡y en unos pequeños escenarios aparecieron Frederick Schwartz, el abogado, y Charles Vuderhill, el novelista! Mi primera reacción fue la de quererme unir a cada uno de ellos en un abrazo emocionado... Me contuve a tiempo, porque sólo eran muñecos tan perfectos como el anterior. ¿Qué significaban estos tres hallazgos? ¿Debía suponer que mis amigos habían sido secuestrados, como yo, para entregarle su sangre y su vida a Verónica Aisworth, y luego servir al diabólico constructor de los autómatas? ¿Cómo valoraría esto: una demostración excepcional de fetichismo o el trofeo «casi real» que necesitaba la vanidad de una criatura satánica?
La tromba de preguntas me obligó a permanecer quieto durante unos instantes. Después eché a correr lejos de aquella habitación, impulsado por una cólera instintiva y con la razón desbocada por el pánico. Quería evadirme de aquella pesadilla. Pero, en la misma puerta, me tropecé con un gigante de más de ocho pies de estatura y ciento veinte libras de peso, de cráneo rapado, tuerto y con el rostro cruzado por unos costurones sanguinolentos. Las aspas descomunales de sus brazos y piernas me cerraron totalmente el paso.
—Acompáñeme al comedor, mister Frayser. La cena está servida y la Señora le espera —dijo con una voz gangosa—. No me gustaría romperle los huesos del cuello antes de tiempo...
Quise retroceder, y él me atenazó por el antebrazo derecho. Materialmente fui arrastrado por las gruesas alfombras que cubrían el suelo de tres habitaciones. Durante este forzado recorrido, comprendí que aquel energúmeno era el que me había raptado en el jardín del balneario. Y aprecié, al mismo tiempo, que sus manos poderosas se formaban con unos dedos excesivamente largos y sensitivos. Me recordaron a los de Joshua Bennington, aunque no había duda de que los superaba en longitud y en flexibilidad.
—Buenas noches, Ronald —me saludó Verónica desde la cabecera de una mesa de banquetes, en la que se habían colocado los cubiertos para un solo comensal—. Como no quiero infravalorar su inteligencia, he de suponer que ya se habrá hecho usted una idea del peligro al que se enfrenta, ¡y de las inmensas «satisfacciones» que va a proporcionarnos, a la vez, que nosotros le proporcionaremos a usted!
El coloso me sentó en una silla tapizada de rojo terciopelo, manejándome como si yo fuera un crío, y se quedó a mi lado, sin dejar de vigilarme con su único ojo. Tragué saliva, aunque era muy escasa la que quedaba en mi boca, y repliqué:
—¿Por qué nos ha elegido a los cuatro?
—Veo que su sagacidad es intuitiva, lo que admiro. También aplaudo que haya dado con su pregunta una gran importancia a la amistad. No esperaba menos de usted... Verá, procurando ser concisa, le diré que ha resultado muy fácil la selección, porque ustedes formaban el grupo de «calaveras» más popular de Londres.
—¿No me hará creer que una mujer como usted, una vampira, es enemiga de los machos seductores, como las sufragistas? —pregunté con una sorpresa acaso nacida de una lógica deformación profesional.
—¡No, ciertamente que no! Ustedes cuatro no son los «calaveras» enfermizos, más bien tísicos, que puede una encontrar en París, en Roma o en Baden Baden, sino jóvenes deportistas, llenos de vitalidad física y amorosa y poseedores de una sangre de primerísima clase... ¡Hace siglos que no sorbía una sangre igual, se lo aseguro!
Un velo de desesperación se formó ante mis ojos, y quise abandonar el asiento; pero el carcelero me lo impidió sujetándome por los hombros, para incrustarme materialmente en la tapicería de la silla.
—No maltrates «nuestra comida», querido Joseph —recomendó Ella haciendo gala de una cruel ironía—. ¿Por qué palidece usted, Ronald? Le advierto que el terror enriquece su fluido sanguíneo, yo diría que hasta lo oxigena... A pesar de que su mente no debe estar para muchas deducciones, supongo que no le habrá pasado por alto que he dicho «nuestra comida»... En efecto, Joseph, que es un fantástico constructor de ingenios mecánicos, también reúne la cualidad de ser un caníbal auténtico: un degustador del corazón, de los hígados y de todos los órganos internos del cuerpo humano. Pero no le atraen las primeras capas de piel, quizá porque éstas las necesita para conferir tanto «realismo» a sus autómatas. Le diré que él mismo diseca los cadáveres, y luego...
No pude escuchar más atrocidades.
Sin dejar de vomitar, me tapé los oídos con las dos manos, rabiosamente. De pronto, en un impulso de supervivencia, creí que contaba con una baza de salvación. Por eso cogí los cubiertos y formé una cruz, que intenté elevar frente a mi diabólica enemiga. Al instante recibí unos golpes brutales en las manos y en el cuerpo, que me hicieron rodar por los suelos. Quedé aturdido. La alfombra impidió que se me rompiera la cabeza. Aún no me explico cómo encontré fuerzas para echar a correr. Lo hice por los pasillos, habitaciones, escaleras, corredores y sótanos de la mansión. En todos los lugares me fue imposible vencer la resistencia de los barrotes y de las mallas de bambú, aunque siempre dispuse del tiempo suficiente para abrir las fallebas y las cerraduras. Sólo se me resistió la que correspondía a la puerta principal. Entregado a una creciente desesperación, con las pupilas casi fuera de las órbitas, ahogado por la fatiga y dominado por el terror, me adentré por el pasillo más tétrico.
Acaso creyendo que la oscuridad me podía brindar alguna posibilidad de salvación, o la oportunidad de disponer de unos minutos para razonar. Los suficientes para hallar una solución. ¡No, no! Sólo me impulsaba el instinto de supervivencia, los últimos testimonios de una voluntad que no quería entregarse a la muerte sin luchar. Repentinamente, encontré mi camino cerrado por una pared. No veía nada. Tanteando localicé la manija de una puerta, que cedió ante mi primera presión... Crujieron las bisagras con un sonido precursor de lo que me aguardaba, y una fetidez de sepulcros abiertos me golpeó de lleno. Retrocedí unos pasos, quizá intuyendo que iba a encontrarme con un nuevo peligro.
Pero, ¿podía ser mayor que ese otro que representaban Verónica, la vampira, y Joseph, el caníbal constructor de autómatas? Sin dudarlo ni un segundo más, rebasé el umbral apoyándome en las paredes. Seguía moviéndome en la más absoluta oscuridad, por lo que debía asegurarme del lugar donde pisaba. Llegué al final de un descansillo, y con la parte delantera de la babucha localicé el comienzo de una encharcada escalera de piedra. Mis dedos se aferraron a una gruesa maroma salitrosa, que tal vez fuera un pasamanos descendente. La tomé como referencia y asidero. Contando con esta débil seguridad física, comencé a descender escalón tras escalón, muy despacio. Cerca escuché el correteo de las ratas, y una cayó encima de mí, sobre mi hombro derecho... ¡A punto estuve de perder la sujeción por culpa del escalofrío de repugnancia que convulsionó todo mi cuerpo!
Pero conseguí recuperar el equilibrio, no queriendo caer rodando hacia el abismo de negrura, hedores y frialdades que se extendía delante de mí. Proseguí el lento descenso, notando que cada vez, se iba adueñando de mi cerebro una sensación de impotencia, de un cobarde fatalismo. De pronto, sin causarme asombro, ya que mis fuerzas y mi mente se hallaban sumidas en un letargo casi absoluto, se encendieron varias lámparas de gas en distintos puntos de las paredes.
(Algún oculto mecanismo debía haber producido las llamas, con el único fin de que aquel teatro de horror me fuese totalmente visible... ¡Porque se me reservaba el más envenenado de los encuentros!)
A pesar de la relativa claridad, ya que la luz, artificial no conseguía eliminar las penumbras en muchos de los extremos y recodos, me costó varios minutos hacerme una idea exacta de la estancia donde había entrado: un sótano-bodega en el que unas grandes cubas formaban un semicírculo alrededor de cuatro ataúdes. Uno de éstos, el que ocupaba el centro, descansaba sobre un pedestal de negro alabastro, su madera había sido barnizada con un rojo oscuro y se hallaba totalmente abierto, por lo que se veía el terciopelo brillante que recubría su interior. Además, la tierra del suelo se encontraba empapada de un líquido cenagoso, que servía de zona de correteo a cientos de enormes ratas.
Sin saber por qué lo hacía, ya que allí no había ninguna otra salida, continué descendiendo los últimos escalones. Sin dejar de sujetarme a la maroma verdosa cubierta de musgo. Mi voluntad era la de un hipnotizado que avanzaba, lentamente, hacia las fauces abiertas de un implacable depredador. ¡Súbitamente, antes de que me llegase sonido alguno, vi cómo se empezaban a desplazar las tapas de los otros tres ataúdes! Clavado en el suelo, con los dedos entumecidos y la voluntad rendida, asistí a un proceso alucinante: las maderas se estaban moviendo pausadamente, a la vez que surgían unas manos humanas desprovistas de piel, con los nervios, las venas y los tendones montando sobre los huesos. ¡Y largos momentos después, aparecieron unos cadáveres desnudos, a los que les faltaba toda la parte externa del cuerpo, lo que les hubiese podido individualizar o hacerles reconocibles!
Eran unos auténticos monstruos... ¡Qué se acercaban a mí, balanceantes, con los brazos extendidos y las bocas «siempre rientes» al faltarles los labios!
—¡Necesitamos tu sangre... Tu preciosa sangre... No puedes negárnosla, Ronald...!
Las exclamaciones susurrantes, desesperadas, unido a la circunstancia de que supieran mi nombre, me permitieron comprender que aquellos no muertos eran mis tres amigos... ¡Lo que quedaba de mis «hermanos» después de haber sido víctimas de Verónica, la vampira, y de Joseph, el caníbal!
¡No, no me unía ningún vínculo de afinidad, de fraternidad, con aquellos repugnantes cadáveres!
Por eso encontré las fuerzas suficientes para retroceder, necesitando escapar de aquel horror venenoso, que era mucho mayor que todos los anteriores que había sufrido en esta mansión infernal. Conseguí superar cuatro o cinco escalones, sin dejar de mirar a mis enemigos... Se hallaban tan cerca, que pude comprobar que estaban exangües, y que sus caninos eran afilados, tanto como los de Ella... ¡Se habían convertido en vampiros!
Esta terrible evidencia me obligó a olvidar mi propia seguridad. Por este motivo resbalé en la piedra empapada, con tal violencia que de nada me sirvió la sujeción que me proporcionaba la maroma posamanos de la escalera. ¡Y caído en el suelo, temblando de impotencia, contemplé cómo las bocas de los tres no muertos se abrían, horripilantes, buscando el bocado que suponía mi cuerpo aún repleto de líquido vital!
—Tu sangre es nuestra, Ronald... La necesitamos... —susurraron gangosamente, muy cerca de mi cuello.
Sus gargantas vomitaban la fetidez de un aliento corrompido y sus ojos, sin párpados, eran el reflejo de la más repelente de las hambres... Me tapé la cara con el brazo izquierdo, me arrastré por el suelo y conseguí balbucir:
—¡No, no... Por la memoria de nuestra amistad..., dejadme vivir...! ¡Volved a vuestros ataúdes... Os lo suplico...!
—Seguirás vivo, Ronald... ¡Nada más que nos tienes que dar un poco de tu sangre... tan preciosa para todos nosotros...!
No sé quién se adelantó a los demás, porque resultaba imposible reconocerlos. De lo que sí estoy seguro es de que su respiración llegó a abrasarme la piel, muy cerca de la carótida... ¡Iba a clavarme sus colmillos en los puntos de succión, en las mismas cárdenas heridas dejadas por Ella! De repente, igual que si se hubiera desatado un huracán de viento y chispas eléctricas, todos fuimos desplazados violentamente contra las paredes. Quedamos formando un círculo, en cuyo centro se alzó la figura de Verónica Aisworth.
—¡Fuera de aquí, gusanos! ¡Este hombre es mío, SOLO MÍO! —gritó con una voz tronante.
Los tres no muertos la obedecieron protestando rastreramente, en una demostración de sumisión infrahumana... ¡Y, en aquel instante, supe que ese era el destino que me esperaba si continuaba en la mansión! La amenaza me pareció tan abyecta y terrorífica que, haciendo el último acopio de fuerzas, conseguí escapar del sótano. Para correr sin ninguna dirección fija, forzando las manijas de las puertas, las fallebas de las ventanas y los cerrojos siguiendo una inercia de supervivencia. Finalmente, jadeante y sin fuerzas, vencido, quedé inmóvil en un rincón, sabiendo que Joseph, el caníbal que convertía la piel de los cadáveres humanos en la cubierta de sus autómatas, venía a por mí. Le vi aparecer sin dar muestras de cansancio, muy seguro. Me pegué a la pared, sabiendo que ya era totalmente imposible seguir resistiéndome.
Después, el coloso me sumió en la inconsciencia con un simple puñetazo. Volví a la realidad en varias etapas, debido a mi gran debilidad. Más tarde, cuando acababa de darme cuenta de que me habían devuelto al dormitorio, escuché unos gritos alucinantes. La idea de que allí se encontraba un compañero de sufrimientos impulsó mi curiosidad. Conseguí llegar a la puerta apoyándome en los muebles y en las paredes. Salí al corredor. Los gritos venían de una habitación cercana.
(En ningún momento pensé que podía tratarse de alguno de mis ex amigos. Porque cada uno de mis actos se hallaba fuera de todo autocontrol racional.)
No obstante, a medida que iba acercándome a aquel lugar, lo que me había parecido una protesta se fue convirtiendo en una demanda amorosa, en una súplica de mayores castigos. Así me encontré con un nuevo espectáculo dantesco: Verónica estaba azotando con un knut a Joseph, el cual ofrecía su desnudez, sus risas y sus lamentos a quien le estaba satisfaciendo sus placeres masoquistas. Encima debí reconocer que Ella se exhibía tan hermosa, tan «sublime», como en el momento que se acercaba a morder mi cuello rendido. Podía haber aprovechado la ocasión para repetir el intento de fuga; sin embargo, permanecí quieto, hasta que el coloso, cuyo rostro y cuerpo aparecían cruzados por infinidad de costurones sanguinolentos, me condujo a mi encierro.
¡Cómo se reía el maldito al comprobar mi mansedumbre!
Nada más que me volví a encontrar solo, comencé a reprocharme no haber peleado hasta la muerte. Mientras tanto, en el fondo de mi cerebro, algo me decía que mi sumisión era la del esclavo, porque mi único deseo era repetir las «satisfacciones», los orgasmos de sangre de la noche anterior..., ¡a pesar de que me esperase el destino de a mis tres «hermanos»!
No tenía hambre, a pesar de que llevaba cuarenta y ocho horas sin probar bocado. Pero la sed ardía en mi garganta. Bebí el contenido de un vaso, que estaba junto al candelabro; y, al momento, me desplomé fulminado por un narcótico. Y fui a despertar en el instante infernal que Ella se encontraba a mi lado: con sus sedas transparentes, su cuerpo perfecto totalmente expuesto a mis ojos y su boca abierta. La aparición de sus colmillos, afiladísimos, despertó mil vibraciones de pasión en la piel de mi cuello. Un conocido enervamiento se apoderó de mi cuerpo, para que se disparara la excitación orgásmica, más fuerte que la vez anterior. ¡Y cuando se efectuó la doble penetración, para que su garganta comenzase a succionar mi líquido vital, mi mente quiso hacerse una protesta; sin embargo, todo mi organismo se rendía, aceptando un destino que me iba a arrastrar más allá de la muerte. A la esclava existencia de los vampiros!
Las velas del candelabro se están consumiendo y casi no queda tinta. Debo terminar en este punto. Ya han transcurrido veinte horas desde que Ella me chupó la sangre por segunda vez. Sé que moriré cuando repita su festín y que, más tarde, convertirán mi cadáver en el alimento del caníbal que también utilizará mi piel para uno de sus autómatas... ¡Quedaré transformado en un monstruo vampirizado, como mis tres amigos!
«Pero, quizá, consiga alertar a alguien si enrollo cada una de estas cuartillas. Las haré pasar por los orificios de la malla que cubre una de las ventanas. Debo intentarlo. Aunque...
¿No me habrán dejado mis enemigos el material de escritorio para que crea en la ilusa posibilidad de escapar de esta tumba, de este lugar donde me ha traído la fascinación devoradora de una mujer vampiro?... ¡Ya siento su proximidad... Cómo la amo! ¡No, no...!
¡Ella volverá a morderme en el cuello, para succionar hasta la última gota de mi sangre, hasta darme muerte...! ¡Pero la tendré tan cerca, tan hermosa... Tan monstruosamente devoradora! ¡¡Cómo necesito los orgasmos de sangre que Ella me permite conquistar!!
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