¡Un ocaso de tinieblas y tormenta!
Dentro de la cripta
Thalaba depositó al anciano,
para protegerle de la lluvia.
¡Una noche de tormenta! El viento
azotaba el cielo sin luna,
y gemía entre los sepulcros;
y en las pausas de su azote
oían el caer de la densa lluvia
sobre el monumento.
En silencio, sobre la tumba de Oneiza
su padre y su esposo se hastiaban.
El almacín desde el minarete
cantó la medianoche.
¡Ahora, ahora!, gritó Thalaba;
y sobre la cripta de la tumba
creció un pálido resplandor,
como los reflejos de un fuego áureo;
y en esta espantosa luz
Oneiza se apareció. Era ella,
Las mismas facciones alteradas por la muerte,
lívidas mejillas, labios azulados;
pero en sus ojos aparecía
un brillo más terrible
que todo el espanto de la muerte.
¿Vives aún, infeliz?,
preguntó con trémula voz a Thalaba;
¿y debo abandonar cada noche mi tumba
para decirte, en vano,
que Dios te ha abandonado?
-¡No es ella! -exclamó el anciano-,
¡es un espectro, sólo un espectro!
Y dirigiéndose al joven que empuñaba la lanza:
-¡Arrójasela tú mismo!
-¡Arrójala! -, gritó Thalaba,
y, desprovisto de toda fuerza,
clavó sus ojos en la terrible forma.
-¡Sí, arrójala! -, gritó una voz cuyo tono
inundó su alma con tanto alivio
como la lluvia sobre el desierto
de la muerte.
Pero, obediente a esa voz familiar,
fijó sus ojos en aquello,
cuando Moath, de firme corazón,
efectuó el lanzamiento: a través del cadáver del vampiro
voló la lanza, cayó,
y gimiendo por el dolor de la herida
su diabólico morador huyó.
Una azulada luz cayó sobre ellos,
e inundados de gloria, ante sus ojos
el espíritu de Oneiza descansó.
Dentro de la cripta
Thalaba depositó al anciano,
para protegerle de la lluvia.
¡Una noche de tormenta! El viento
azotaba el cielo sin luna,
y gemía entre los sepulcros;
y en las pausas de su azote
oían el caer de la densa lluvia
sobre el monumento.
En silencio, sobre la tumba de Oneiza
su padre y su esposo se hastiaban.
El almacín desde el minarete
cantó la medianoche.
¡Ahora, ahora!, gritó Thalaba;
y sobre la cripta de la tumba
creció un pálido resplandor,
como los reflejos de un fuego áureo;
y en esta espantosa luz
Oneiza se apareció. Era ella,
Las mismas facciones alteradas por la muerte,
lívidas mejillas, labios azulados;
pero en sus ojos aparecía
un brillo más terrible
que todo el espanto de la muerte.
¿Vives aún, infeliz?,
preguntó con trémula voz a Thalaba;
¿y debo abandonar cada noche mi tumba
para decirte, en vano,
que Dios te ha abandonado?
-¡No es ella! -exclamó el anciano-,
¡es un espectro, sólo un espectro!
Y dirigiéndose al joven que empuñaba la lanza:
-¡Arrójasela tú mismo!
-¡Arrójala! -, gritó Thalaba,
y, desprovisto de toda fuerza,
clavó sus ojos en la terrible forma.
-¡Sí, arrójala! -, gritó una voz cuyo tono
inundó su alma con tanto alivio
como la lluvia sobre el desierto
de la muerte.
Pero, obediente a esa voz familiar,
fijó sus ojos en aquello,
cuando Moath, de firme corazón,
efectuó el lanzamiento: a través del cadáver del vampiro
voló la lanza, cayó,
y gimiendo por el dolor de la herida
su diabólico morador huyó.
Una azulada luz cayó sobre ellos,
e inundados de gloria, ante sus ojos
el espíritu de Oneiza descansó.
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